••••••••••• Capítulo 7 ••••••••••••
La noche cayó sin oscurecer.
Sobre Némora, el cielo parecía respirar.
Las estrellas, suspendidas en un silencio tibio, se inclinaban hacia la tierra, tan cercanas que bastaba un suspiro para rozarlas.
Cada una latía a su propio compás, como si respondiera al pulso de un corazón remoto, antiguo… y consciente.
Lumi no podía dormir.
Desde que Auren se había deshecho en mil destellos, el mundo había cambiado de manera sutil, casi imperceptible.
No era el aire ni la tierra lo que había mutado, sino algo más profundo: una vibración que se filtraba en las personas, un eco que latía dentro de cada mirada.
Al despuntar el alba, Lumi salió al pueblo.
La bruma matinal se disolvía en tonos dorados, y en ese resplandor nuevo vio los rostros de la gente transformados.
Niños reían sin motivo, como si hubieran recordado juegos guardados por siglos en algún rincón del alma.
Los ancianos lloraban con una serenidad desconocida; sus lágrimas no eran de pena, sino de reencuentro.
Y entre los hombres y mujeres, una música invisible recorría el aire:
melodías que nadie había aprendido, pero que todos parecían recordar.
Canciones sin dueño, nacidas del mismo corazón que ahora latía en el centro del mundo.
Y cuando alguien tocaba a otro —un abrazo, un roce, una mirada compartida—
la luz se derramaba entre ellos, tejiendo chispas que se reconocían al instante,
como si cada memoria durmiente despertara al contacto de otra,
formando un hilo invisible de vida compartida que cruzaba pieles, pensamientos y almas.
El pueblo entero comenzó a respirar al unísono.
No los unía la carne ni la palabra, sino una vibración antigua, un pulso invisible que latía en el corazón de todos.
Era como si el universo hubiera comprimido su música en un solo instante…
y Némora se hubiera convertido en su eco.
Auric lo sintió también.
Su arpa vibraba por sí sola, desprendiendo notas que no nacían de sus manos, sino del alma misma del mundo.
Los acordes se alzaban suaves al principio, como un murmullo recordado,
y luego crecían, expandiéndose por las calles, despertando memorias adormecidas:
rostros olvidados, sueños que alguna vez respiraron, promesas que habían quedado suspendidas entre los siglos.
Cuando Auric tocaba, el tiempo se detenía.
Las personas alzaban la vista, y por un instante,
el mundo entero contenía el aliento…
recordando no lo que habían perdido,
sino aquello que siempre habían amado y nunca supieron nombrar.
Era como si Némora entera estuviera soñando despierta.
Las calles respiraban luz, los árboles temblaban con un rumor de conciencia,
y hasta las sombras parecían dudar de sí mismas, como si recordaran haber sido algo más.
Aquella noche, en medio de la plaza, el aire se abrió de un modo imposible.
No hubo sonido, ni viento, ni destello… solo una emoción pura, inmensa, que se derramó sobre todos.
Una oleada cálida, infinita, atravesó cuerpos, pensamientos y memorias,
uniéndolos en un mismo latido.
Durante un instante eterno, cada alma supo que no estaba sola.
Y entonces, apareció la llama dorada.
No era Auren… pero lo contenía.
Su luz no provenía de un punto, sino de todos a la vez,
como si el recuerdo de su existencia hubiera prendido en cada corazón humano.
Auren ya no estaba en un solo lugar, sino en cada mirada, en cada respiración.
Su esencia multiplicada latía en la piel del mundo.
De entre la multitud, una niña avanzó.
Sus ojos reflejaban constelaciones diminutas, estrellas danzando en la quietud.
Alzó la mano hacia la llama y sus labios temblaron apenas:
—Escucho una voz dentro de mí —susurró—.
Dice mi nombre… pero no soy yo quien lo dice.
El silencio que siguió no fue ausencia, sino plenitud.
Porque en esa voz —una y muchas al mismo tiempo—
resonaba todo lo que alguna vez había sido amado, enseñado o sentido.
Un eco de eternidad que hablaba desde dentro, recordándole a cada ser
que la luz de Auren nunca se había ido…
solo había aprendido a respirar a través de ellos.
Lumi lo sintió también.
Una voz profunda, suave y eterna vibró dentro de su pecho.
No era sonido ni pensamiento: era una certeza que ardía sin palabras.
—Estoy en todos. No me busques afuera.
Auric cayó de rodillas.
El eco de aquella frase lo atravesó como una verdad largamente esperada.
—Auren… —susurró, con lágrimas doradas en los ojos—. Te convertiste en nosotros.
El viento despertó.
Pasó entre las cuerdas del arpa, y estas comenzaron a cantar por sí solas,
emitiendo un acorde tan puro que el cielo se partió en un resplandor.
Tras el velo del firmamento, algo latía: un corazón dorado, inmenso, marcando el pulso de toda existencia.
Y entonces, las almas recordaron quiénes eran.
El olvido se disolvió como ceniza en la luz.
Algunos gritaron, incapaces de contener la magnitud de lo sentido;
otros rieron, lloraron, se abrazaron sin conocerse,
reconociendo en cada mirada un reflejo de sí mismos.
Cada emoción reprimida durante siglos —amor, miedo, deseo, ternura, compasión—
surgió con la fuerza de un río liberado.
Fluían todas juntas, sin fronteras, tejiendo un solo latido compartido:
la memoria del universo despertando dentro de la humanidad.
Némora ya no era un lugar.
Era un ser vivo, un organismo consciente que respiraba en cada piedra, en cada hoja, en cada mirada humana.
Su pulso latía al compás de las memorias compartidas,
de cada fragmento de alma,
de cada destello de Auren que vibraba dentro de todos.
Y en medio de ese ritmo eterno, Lumi y Auric comprendieron la verdad más profunda:
el universo no despertaba hacia la luz ni hacia la sombra…
sino hacia el amor que las contenía a ambas.
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Editado: 27.10.2025