••••••••••• Capítulo 8 ••••••••••••
Primero fueron susurros.
Luego, plegarias.
Y después… decretos.
Los puros surgieron como una corriente serena y devota, una marea blanca que decía venir a “restaurar el equilibrio”. Prometían redimir el mundo eliminando lo que llamaban las deformaciones del alma.
Sus líderes hablaban con voz suave, envolvente, vestidos de blanco inmaculado, con los ojos llenos de una paz que no era humana. Juraban que los ecos —esas memorias vivas del Hilo— eran impurezas emocionales, residuos del antiguo caos de Ithil.
Según ellos, el alma debía purificarse, vaciarse de emoción, para alcanzar la llamada Luz Verdadera.
Y muchos creyeron.
Porque era más sencillo culpar a la sombra…
que aprender a abrazarla.
En cuestión de lunas, las ciudades comenzaron a fracturarse.
Los que aceptaban sus ecos habitaban en las zonas grises, donde la noche aún se mezclaba con el amanecer y el aire tenía sabor a cambio.
Los que los rechazaban vivían en distritos de luz constante, sin sombras, donde el cielo no variaba y todo olía a pureza… y a vacío.
Lumi caminaba por una de esas fronteras.
El suelo cambiaba de tono al cruzar la línea: del resplandor cálido del alba al blanco absoluto, un color tan impecable que parecía negar la existencia del tiempo.
Allí, todo era pulcro. Inmutable.
Perfecto.
Demasiado perfecto.
Auric lo seguía en silencio, con el arpa a la espalda. Las cuerdas, tensas como si presintieran peligro, emitían un zumbido grave, casi imperceptible: el sonido de algo vivo que no encuentra su lugar.
El aire vibraba entre ambos mundos, indeciso, como si el propio universo no supiera a cuál de los dos seguir respirando.
—No cantan —murmuró Lumi, observando a la gente que pasaba.
Y era cierto.
Los rostros de los Puros eran serenos, inmutables, pero sus ojos carecían de luz. Eran paz sin vida. Silencio sin alma.
Cada paso que daban resonaba igual, como si todos compartieran un mismo pulso impuesto.
En el corazón de la ciudad blanca se alzaba una torre que partía el horizonte: el Santuario de la Purificación.
Su superficie era tan lisa que no proyectaba reflejos, como si la luz misma se negara a tocarla.
Allí, los Puros llevaban a quienes aún conservaban sus ecos, prometiéndoles liberación a través de un rito que decían sagrado.
Auric sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Esto no es purificación —susurró—. Es olvido.
Y el arpa a su espalda emitió una nota leve, disonante, como si incluso ella llorara por las voces que ya no podían cantar.
Lumi asintió, apretando los puños.
—Están repitiendo el mismo ciclo —susurró—. Temen a su dolor… y en su miedo están creando algo peor.
De pronto, una figura se acercó.
Era una mujer envuelta en una túnica blanca, tan pura que parecía absorber el color del entorno. Sus ojos, casi traslúcidos, carecían de frontera entre el iris y la luz.
—Forasteros —dijo con una voz suave, casi maternal—. ¿Traen sombra dentro?
Auric la observó en silencio. Las cuerdas del arpa vibraron con un susurro grave, como si respondieran antes que él.
La mujer inclinó la cabeza, sonriendo con calma mecánica.
—No teman. La luz puede limpiarlos. Solo deben dejar que el eco se disuelva. Después… sentirán paz.
Lumi la miró, con una mezcla de compasión y desvelo.
—¿Paz? —dijo, su voz temblando apenas—. ¿O vacío?
Por un instante, la sonrisa de la mujer titubeó.
Y en ese mínimo temblor, Lumi comprendió que incluso en la pureza absoluta… algo seguía gritando por dentro.
Por un instante, la mujer pareció vacilar.
Un parpadeo… una grieta en la calma.
Y entonces, desde su pecho emergió una sombra diminuta: un eco infantil, tembloroso, con ojos de lágrima y voz de recuerdo.
Ella retrocedió con un grito ahogado.
—¡No! ¡Eso no existe! ¡Eso no soy yo!
El pequeño eco extendió su mano, buscando consuelo, pero los guardias del santuario avanzaron sin dudar. Sus lanzas de luz atravesaron el aire con un zumbido limpio, casi piadoso, y la sombra se deshizo en un suspiro que olía a ceniza.
El silencio que siguió fue insoportable.
Lumi sintió que algo se quebraba dentro de él —no solo compasión, sino una verdad que dolía demasiado para decirse.
—Auric… —murmuró, con la voz hecha hilo—. Esto no es una doctrina.
Es una guerra.
Esa noche, desde las alturas de la ciudad, una voz se alzó sobre las torres blancas y se expandió por los cielos.
Era el Círculo de los Puros, pronunciando su doctrina al mundo.
“La sombra es el último vestigio de la debilidad humana.
Erradicarla es nuestro deber.
Solo la pureza salvará lo que queda del alma.”
Las palabras se grabaron en el aire como fuego blanco, dejando tras de sí un silencio inmenso, artificial.
Pero más allá del muro de niebla, en los confines donde la luz no alcanzaba, miles de ecos comenzaron a despertar.
No para atacar…
sino para recordar.
Para resistir el olvido.
Auric observó aquel resplandor distante. El arpa tembló entre sus manos, como si respondiera a un llamado antiguo.
Y con voz baja, casi un rezo, dijo:
—Donde la luz se vuelve tirana,
la sombra aprende a amar su propio silencio.
Lumi lo miró, con los ojos ardiendo de convicción.
—Entonces tendremos que recordarle al mundo lo que olvidó:
que no puede purificarse lo que aún no se ha comprendido.
El viento pareció contener el aliento.
La guerra entre la memoria y la negación acababa de comenzar.
Y en algún punto invisible del firmamento,
Auren despertó.
No con dulzura…
sino con tristeza.
Como si el eco de su propio canto regresara a él convertido en llanto.
Porque la humanidad, una vez más, estaba intentando amar solo la mitad de lo que era.
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Editado: 27.10.2025