••••••••••• Capítulo 10 ••••••••••••
El espacio entre las luces comenzó a cerrarse, como si el universo contuviera el aliento. La grieta, antes un abismo interminable, se redujo a un hilo palpitante, un suspiro suspendido en el silencio.
Lumi flotaba en medio de aquel resplandor que temblaba con la fragilidad de una memoria al borde del olvido. Los hilos de luz danzaban a su alrededor, rozando su piel como corrientes suaves, tibias, casi humanas.
Entre ellos, el eco de su nombre resonaba una y otra vez, cada vez más nítido, más cercano, hasta que ya no supo si provenía de fuera o de su propio corazón.
—¿Lumi?
Giró lentamente.
De la neblina luminosa emergió una silueta, al principio difusa, luego más definida, como un reflejo formándose en el agua. Era una figura hecha de brillos y transparencias, tejida con recuerdos aún húmedos, con gestos que parecían pertenecientes a otra vida.
Y entonces lo comprendió: se estaba mirando a sí mismo. Pero no al que había sobrevivido a las grietas, ni al que había cargado con las pérdidas del mundo… sino al que había quedado atrás.
—¿Eres… yo? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta. La sentía vibrar en cada fibra de su ser.
El otro sonrió. Su voz tenía el timbre de los días que ya no dolían.
—Soy la parte que nunca quiso crecer —susurró—. La que aún cree que la luz puede curarlo todo.
Lumi lo observó en silencio. Y por un instante, deseó creerlo también.
Lumi sintió un temblor recorrerlo, un estremecimiento que no provenía del cuerpo, sino de algo más hondo —como si el alma recordara su propio nacimiento.
—Tú eres el principio —susurró—. El que tocó el arpa sin entender lo que invocaba.
Su reflejo alzó el rostro, y la luz se fracturó en sus ojos como un cristal herido.
—Y tú eres el final —replicó con voz tranquila, pero cargada de cansancio—. El que aprendió que el amor también puede destruir.
El silencio que siguió no fue vacío: vibraba. El aire entre ambos se llenó de destellos que respiraban, pulsos de luz que parecían escuchar. La grieta —ese abismo que era también un corazón— latía con ellos, consciente de su conversación.
Entonces, el eco habló. No con una voz ajena, sino con la suya multiplicada:
—Has venido a recordarme… pero yo no quiero recordarte. Si lo hago, desapareceré.
Lumi avanzó un paso. La luz se curvó bajo sus pies, como si el universo dudara.
—Si te pierdo a ti —dijo, con una ternura que dolía—, pierdo el sentido de todo esto. Tú eres mi raíz… mi pureza antes del miedo.
El reflejo bajó la mirada, y su brillo se volvió opaco, como si lo cubriera una sombra hecha de culpa.
—¿Y qué harás con lo que te mostré? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Con el poder, con la grieta, con el juicio?
Alzó la vista, con una tristeza infinita—. ¿Crees que el recuerdo basta para sanar lo que rompimos?
La grieta se estremeció.
Y por un instante, Lumi sintió que ambos —él y su reflejo— eran una misma lágrima suspendida en el borde del universo, temiendo caer.
La luz alrededor comenzó a ondular, como un corazón que latía demasiado fuerte, incapaz de contener su propio pulso.
Lumi respiró hondo.
—No —dijo con calma, aunque su voz temblaba—. El recuerdo no sana… pero enseña a no temer la herida.
Su otro yo levantó la mirada. En sus ojos —idénticos a los suyos, pero más puros, más antiguos— se acumularon lágrimas doradas que parecían pesar más que el tiempo.
—Entonces… abrázame —susurró—. Antes de que el universo nos olvide.
Lumi extendió los brazos, y cuando sus cuerpos se encontraron, el mundo se quebró en silencio.
De su unión brotaron miles de pétalos de luz, girando como un torbellino sagrado. No hubo dolor ni disolución: solo el reconocimiento perfecto de dos mitades que siempre habían estado buscándose.
Sintió el eco de su risa infantil, el asombro de las primeras estrellas, la inocencia perdida entre los siglos… y todo eso se mezcló con su fuerza actual, con la certeza de haber comprendido al fin.
Cuando el resplandor se aquietó, ya no quedaban dos.
Solo una figura permanecía: Lumi, completo, indivisible.
Pero no era el mismo.
Su piel irradiaba tonos que ningún mundo recordaba haber visto, y en su mirada se reflejaban todas sus edades: el niño, el soñador, el que amó, el que perdió.
Cuando habló, su voz resonó desde más de un tiempo a la vez —como si la eternidad hubiera aprendido a pronunciar su nombre.
Auren apareció detrás de él, emergiendo del resplandor como una sombra de calma entre los ecos de luz. Su forma era serena, casi intemporal.
—Has recordado lo esencial —dijo con voz apacible—. Lo que eras antes de ser elegido.
Lumi giró despacio. En su mirada no había sorpresa, sino reconocimiento.
—No soy el mismo —respondió—. Tampoco distinto.
Hizo una pausa, dejando que las palabras encontraran su peso.
—Soy… la suma de lo que acepté.
El núcleo los envolvió entonces con una luz suave, casi maternal. Era un respiro del universo mismo, cálido, envolvente, lleno de una ternura que parecía anterior a toda creación.
Por un instante, Lumi sintió que el cosmos respiraba a través de él, que cada partícula de existencia latía al unísono con su corazón.
Y comprendió.
La grieta no era una herida del mundo… sino su forma de volver a sentirse vivo.
La luz en torno a él comenzó a cambiar. Ya no era dorada ni blanca, sino una vibración líquida, una melodía visible que danzaba en el aire. Cada destello se transformaba en líneas sutiles, hilos de energía que flotaban y se entrelazaban en movimientos lentos y armónicos, como si el tiempo mismo tejiera una canción.
—Auric… —susurró.
El nombre cruzó la grieta como un canto. Las hebras de luz respondieron, vibrando con una intensidad creciente, como si reconocieran a su creador.
Entonces, el mundo se dobló. No hacia la destrucción, sino hacia su propio centro, hacia la semilla donde todo comenzó.
Y Lumi, en medio del torbellino de luz y memoria, comprendió que el final no era una clausura…
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Editado: 27.10.2025