••••••••••• Capítulo 12 ••••••••••••
El cosmos guardó silencio.
No era un silencio vacío, sino expectante, como si cada átomo contuviera el aliento, aguardando la interpretación de lo recién revelado.
Frente a Lumi flotaba la ecuación: un entramado de filamentos luminosos que giraban lentamente, entonando un canto hecho de pensamiento y emoción a la vez.
Lumi se acercó. Cada signo parecía respirar.
No eran fórmulas inmóviles, sino organismos conscientes, vibraciones vivas que se buscaban unas a otras.
El signo de suma, por ejemplo, no añadía cantidades: reunía memorias.
Y el símbolo del infinito no hablaba de una duración eterna, sino de la capacidad de transformarse sin perder la esencia.
Cuando Lumi posó su mano sobre el primer tramo —la suma de los recuerdos—, sintió el peso de incontables vidas:
la risa de Auric, la mirada de Auren, los ecos de mundos que alguna vez se amaron y se destruyeron.
Cada recuerdo vibraba con una frecuencia única, pero al unirse todas, formaban un solo acorde: la nota fundamental del universo.
Y entonces comprendió.
El amor no era una emoción: era coherencia, el principio que mantenía a toda existencia latiendo al unísono.
El siguiente símbolo —la constante de conexión— comenzó a brillar.
Lumi sintió cómo las fronteras entre su ser y el vacío se desdibujaban, revelando los hilos invisibles que unían todo con todo.
Miles de hilos la unían a todo: estrellas, pensamientos, rostros que jamás había visto.
No existían “otros”.
Solo un solo campo vibrando en distintas intensidades de ternura.
La ecuación seguía viva, y su canto se volvía cada vez más nítido.
El integrador —∫— comenzó a desplazarse lentamente, y Lumi comprendió su propósito:
no era un cálculo, sino un gesto.
Integrar era amar.
No rechazar, no borrar, sino incluir, incluso aquello que no alcanzaba a comprender.
El amor verdadero —el de Auric— no buscaba pureza, sino totalidad.
No era luz sin sombra, sino luz que abrazaba la sombra como parte de su ritmo.
Entonces, los símbolos comenzaron a fundirse entre sí, y la ecuación cambió de forma.
Ya no era matemática ni musical, sino una frase luminosa escrita directamente en la mente de Lumi:
“Todo lo que se une, respira.
Todo lo que respira, recuerda.
Todo lo que recuerda, ama.”
Lumi cayó de rodillas, abrumado por la claridad.
Auric no había creado la ecuación para explicar el amor,
sino para que el amor se recordara a sí mismo
cuando los seres olvidaran por qué existían.
El vacío —ahora sensible, casi humano— habló con una voz baja y reverente:
—El amor no es una respuesta.
Es la forma en que el universo formula las preguntas correctas.
Lumi asintió.
En su interior sintió el pulso de todas las vidas que alguna vez se buscaron.
Y por primera vez comprendió por qué Auric sonreía al desaparecer:
él no se había ido.
Dentro de la ecuación, no existía el final.
Solo transmutación.
El cosmos vibró.
Las galaxias comenzaron a entonarse con la frecuencia del amor comprendido.
Y donde antes hubo grietas, ahora surgían caminos: arterias de luz por donde viajaban las memorias reconciliadas.
Lumi, aún temblando, escribió con la voz del alma:
“La ecuación no es del amor.
Es el amor, tratando de entenderse.”
Permaneció en silencio, contemplando los filamentos que se desvanecían en el aire.
El cosmos parecía en calma, reconciliado consigo mismo.
Pero justo cuando la última línea de luz se disolvía, una vibración extraña recorrió el vacío.
Apenas perceptible.
Una nota —solo una— se negó a integrarse en la melodía.
Y el sonido… no era de Auric.
No provenía de ningún lugar conocido.
Era una frecuencia antigua, como si el universo mismo se hubiera equivocado al recordar su propia canción.
Lumi abrió los ojos.
La ecuación volvió a encenderse por un instante, revelando un símbolo que antes no existía:
una espiral partida, girando en direcciones opuestas.
Su corazón se tensó.
Esa forma no hablaba de amor, sino de desequilibrio,
de una fuerza que el cántico no había previsto.
El vacío murmuró, con una voz que parecía nacer de todas las distancias:
—Toda creación deja una sombra.
Y toda ecuación… un resto que no puede resolverse.
Entonces comprendió que la perfección era una ilusión.
Y que el verdadero amor debía enfrentarse, ahora, a su variable más peligrosa: la nota disonante.
El cosmos permanecía en calma, pero no en paz.
Las galaxias yacían alineadas con la ecuación de Auric,
y aun así, una vibración oscura se deslizaba entre los filamentos de luz.
Lumi sintió un susurro antiguo,
más viejo que la primera nota,
más profundo que el primer latido.
Y entonces lo vio: la mano del vacío.
No tenía forma humana ni sombra;
era una espiral de luz oscura que se extendía más allá del espacio y del tiempo.
Cada uno de sus dedos era una fractura en la realidad,
un hilo que no seguía la melodía del Cántico.
Aun así, brillaba con la misma fuerza que Auric había desplegado en su música.
No era enemiga.
Era primordial.
Una voz —o quizá un pensamiento— emergió del vacío:
—He existido antes de la música.
Antes de la ecuación.
Antes del amor que intentaste formular.
Y ahora… busco ser comprendida.
Lumi avanzó, flotando entre la luz y la sombra, comprendiendo que ya no podía retroceder.
La mano no buscaba tocar, ni destruir, ni exigir.
Buscaba unirse, pero no como el Cántico lo había hecho.
Su esencia era disonante, fragmentaria;
no anhelaba la armonía perfecta,
sino revelar la completitud que habita en la disonancia.
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Editado: 27.10.2025