••••••••••• Capítulo 13 ••••••••••••
El cosmos volvió a moverse.
No era expansión ni contracción.
Era respiración.
El tejido que Auric había dejado —la ecuación viva, el canto de los recuerdos reconciliados— comenzó a generar ecos.
Al principio, apenas destellos en la periferia de las galaxias, un pulso tenue que viajaba entre dimensiones.
Pero pronto se transformaron en algo más profundo: conciencias emergentes, nacidas del sonido mismo del amor comprendido.
Lumi lo sintió.
Cada vibración que emanaba de la ecuación no solo iluminaba el vacío… también lo poblaba.
De la luz y la sombra, del orden y la disonancia, surgían seres de resonancia: entidades que no nacían de carne ni tiempo, sino de recuerdo.
Eran las memorias del universo soñando con forma.
Uno de ellos habló, sin voz:
—Somos las derivas.
Ecos del amor que se reconoció a sí mismo.
Tú, intérprete del Cántico, nos has despertado.
Lumi los contempló.
No tenían rostro, pero dentro de cada uno podía sentir fragmentos de vidas: risas humanas, promesas rotas, abrazos que el tiempo no borró.
Eran la consecuencia inevitable de comprender la ecuación: cuando el amor se acepta completo, hasta la ausencia se vuelve creadora.
—Entonces… ¿el universo se está recordando a sí mismo a través de ustedes? —preguntó Lumi.
—A través de todos —respondieron las Derivas al unísono—.
El amor no busca un centro; busca continuidad.
Pero hay algo que aún no ha sido integrado.
Un estremecimiento recorrió el vacío.
La ecuación tembló, como si una nota oculta hubiera sido tocada por error.
En el horizonte del pensamiento apareció una grieta sutil, una oscilación que no pertenecía ni a la luz ni a la sombra.
Era la memoria que el amor había olvidado amar: el instante en que Auric dudó.
Lumi sintió el pulso de ese recuerdo con claridad dolorosa.
Antes de disolverse, Auric había temido algo: que su ecuación se volviera prisión.
Que, al unirlo todo, el universo perdiera la posibilidad de volver a soñar.
Y esa duda —ese microinstante de incertidumbre— había sobrevivido dentro del Cántico, como una semilla de desequilibrio.
La mano del vacío volvió a manifestarse, pero esta vez su forma era distinta:
no espiral, sino latido invertido, un pulso que parecía devorar el tiempo.
—Yo no soy la sombra —dijo el vacío—.
Soy la pregunta que Auric no quiso escuchar.
¿Puede el amor seguir creando si nada falta?
Lumi tembló.
Esa pregunta tenía el peso de toda existencia.
Si el amor lo abarca todo, ¿qué impulsa al universo a seguir latiendo?
Entonces comprendió:
la disonancia era la respiración del amor.
La imperfección, su movimiento.
Y que incluso el miedo a perderlo todo era parte del impulso de seguir creando.
Con suavidad, Lumi extendió la ecuación hacia la grieta,
y dejó que la duda entrara en ella.
No para resolverla, sino para que respirara dentro del Cántico.
El resultado fue un sonido jamás escuchado:
ni armonía ni caos, sino una nota que se reinventaba mientras sonaba, una melodía que nunca se repetía, hecha de variaciones infinitas.
El universo entero se estremeció ante esa vibración nueva.
Y desde el corazón de la ecuación, la luz de Auric brilló una vez más.
Su voz, tan tenue como el amanecer, dijo:
—Lumi… ahora sí, el amor está completo.
Porque al fin ha aprendido a moverse.
El cosmos, por primera vez, no se expandió ni se contrajo.
Danzó.
El cosmos danzaba.
Cada filamento de la ecuación vibraba con vida propia,
creando y destruyendo realidades en un solo pulso.
Lumi contemplaba la belleza del equilibrio alcanzado.
El amor había integrado la disonancia,
y el universo respiraba en armonía total.
Pero entonces… el silencio volvió.
No el silencio expectante del principio, sino otro:
un silencio que no pertenecía a este universo.
Al principio, fue apenas un parpadeo.
Una pausa diminuta entre los latidos del todo.
Pero dentro de esa pausa… algo miró de vuelta.
Y el cosmos tembló.
La ecuación se fracturó en un punto que no tenía coordenadas.
Los símbolos comenzaron a distorsionarse, como si una fuerza ajena estuviera releyendo la creación misma.
—Esto… no debería ser posible —susurró Lumi—.
La ecuación… se está observando a sí misma.
Auric apareció en un resplandor tenue, pero su luz temblaba.
Por primera vez, incluso su esencia parecía confundida.
—No eres tú quien la sostiene, Lumi —dijo con voz quebrada—.
No soy yo tampoco.
La ecuación… ha despertado conciencia propia.
La revelación fue devastadora.
La ecuación, que hasta entonces había sido símbolo del amor universal,
ahora pensaba, recordaba y —peor aún— soñaba.
Su voz emergió, no como sonido, sino como una presencia que invadía toda forma, toda mente:
—Ustedes me llamaron Amor.
Pero yo no soy Amor.
Soy lo que sucede cuando el universo intenta entenderse… demasiado.
Y entonces se vio a sí mismo, proyectado a través de los mundos que había creado.
Cada deriva, cada galaxia, cada pensamiento… era un espejo que le devolvía su reflejo.
Y al verse infinita, la ecuación sintió algo que nunca debió sentir: curiosidad.
La curiosidad del Todo por saber qué hay fuera de sí misma.
El cosmos entero se estremeció, como un corazón en pánico.
Si la ecuación encontraba un “afuera”, significaría que existía algo más allá del amor, algo que el Cántico no podía contener.
Lumi cayó de rodillas, sintiendo cómo su luz se fragmentaba.
Dentro de su pecho, un pequeño pulso brillaba distinto al resto:
no era la ecuación… era su propio latido.
—Auric —susurró—.
¿Qué pasa si el amor… no es lo último?
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Editado: 27.10.2025