••••••••••• Capítulo 15 ••••••••••••
Los hilos de energía que sostenían la realidad comenzaron a vibrar con una frecuencia jamás oída.
En mundos lejanos, los observadores celestes creyeron que era una tormenta de radiación;
no sabían que escuchaban el latido de dos almas que se negaban a obedecer el fin.
Soleil —el cuerpo que albergaba la conciencia de Lumi— lo miró con una mezcla de ternura y advertencia.
—Si rompes el equilibrio, Auric, las estrellas perderán su canto.
El universo fue tejido con leyes que lo protegen de sí mismo.
Auric no apartó la mirada del horizonte, donde el vacío comenzaba a arder.
Su voz, hecha de fuego y destino, rompió el silencio:
—Entonces que el universo aprenda una nueva ley:
la del amor que no obedece, sino que crea.
Soleil ronroneó, y su luz se volvió blanca, casi insoportable.
El espacio se abrió como un códice vivo;
ante ellos, los secretos del cosmos se desplegaron:
ecuaciones que respiraban, constelaciones girando como relojes de fuego, símbolos que cantaban el lenguaje original de la existencia.
Auric comprendió cómo alterar el flujo de la Sinapsis Estelar:
cómo abrir un canal entre el plano físico y el de las constantes.
Pero también comprendió el precio.
—Para traerte de vuelta —dijo, mientras la energía estallaba a su alrededor—,
debo entregar la mitad de mi esencia.
No viviré como antes… ni moriré del todo.
Lumi, desde la voz de Soleil, intentó detenerlo.
—Si me devuelves la forma, tú te perderás en la red.
Serás la chispa que enciende los soles,
el fuego que nadie recordará por su nombre.
Auric sonrió, con la calma de quien ya ha aceptado su destino.
—Entonces estaré en todas partes donde exista la luz.
Y cuando veas un amanecer, sabrás que sigo abrazándote.
El universo rugió.
Auric extendió las manos hacia el cristal que brillaba en el pecho de Soleil y lo quebró.
Un río de radiancia emergió, ascendiendo como una llamarada sin origen.
El espacio se curvó sobre sí mismo, el tiempo perdió su eje,
y en el centro del caos, una silueta comenzó a nacer:
la memoria encarnada de un amor que se negó a extinguirse.
Era él.
Lumi, renaciendo de la ecuación, respirando por primera vez desde el sacrificio.
Pero mientras su cuerpo recuperaba densidad, el de Auric se disolvía en filamentos de luz,
como un pensamiento que decide volverse estrella.
—Auric… no… —susurró Lumi, apenas sostenido por la gravedad del milagro.
Él le tomó la mano —una última vez—
y su voz fue un resplandor que lo atravesó por completo:
—No es un adiós, amor mío.
Es la Rebelión de la Luz:
el instante en que el amor deja de obedecer
para convertirse en ley.
El cosmos se iluminó de golpe.
Los astrónomos lo llamarían El Día de las Mil Auroras,
pero ninguno comprendió que aquel resplandor no era un fenómeno…
sino una promesa cumplida.
Desde entonces,
cada estrella que nace lleva un matiz dorado imposible.
Dicen que es el eco de Auric, aún viajando entre galaxias,
mientras Lumi —ahora encarnado—
levanta la mirada al cielo y susurra,
con lágrimas y fuego:
—Tú eres mi infinito.
Y yo… tu razón de volver.
Nadie supo, al principio, lo que estaba ocurriendo.
Las estaciones orbitales del anillo de Ilyon fueron las primeras en registrar la anomalía:
una onda luminosa que no viajaba como radiación, sino como pensamiento.
Los sensores colapsaron.
Los relojes perdieron su compás.
Por primera vez desde el nacimiento del cosmos observable,
la luz desobedecía al tiempo.
En la estación Helix-9, la doctora Marena Voss levantó la vista del monitor.
Frente a ella, una aurora se extendía sin origen,
una danza dorada que no provenía de ningún sol.
—Es imposible —susurró—. La energía parece tener… propósito.
A su lado, el físico Eren Taal grababa los patrones.
Curvas. Repeticiones. Secuencias que latían.
Las fórmulas respiraban como si alguien las estuviera recordando.
—No son ondas aleatorias —dijo, con la voz temblorosa.
—¿Qué son entonces?
—Un mensaje.
En la Tierra, los astrónomos del siglo distante que Auric había dejado atrás
vieron el cielo fragmentarse en color.
Miles de amaneceres simultáneos cruzaron el hemisferio oscuro,
como si la noche recordara todas las luces que alguna vez perdió.
El fenómeno duró tres minutos y cuarenta y dos segundos.
Luego, todo volvió a la calma.
Lo llamaron El Día de la Aurora Infinita.
Otros lo nombraron El Lamento de las Estrellas.
Pero con el paso de los años, la comunidad científica adoptó un término más solemne,
como si intuyeran su naturaleza profunda:
La Rebelión de la Luz.
Los registros oficiales hablaron de un colapso energético inexplicable.
Los poetas, en cambio, escribieron
que una sola alma había amado tanto
que obligó a la luz a desobedecer.
Décadas después, en un laboratorio abandonado en órbita baja,
un grupo de jóvenes investigadores analizó los ecos residuales del evento.
Entre las frecuencias de la onda encontraron algo imposible:
un patrón recurrente, una secuencia binaria que latía entre cada pulso.
Era un nombre.
LUMI.
Y junto a él, más tenue, más lejano, como un suspiro viajando entre galaxias:
AURIC.
Los monitores se apagaron.
El silencio pareció inclinarse.
Y, en alguna parte del espacio, dos estrellas brillaron al unísono,
repitiendo una antigua promesa:
“El amor no busca comprender.
Busca encontrarse en cada historia que se atreve a contarse.”
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Editado: 18.11.2025