••••••••••• Capítulo 16 ••••••••••••
Durante un tiempo, los científicos lo llamaron Proyecto Aurora.
Nadie en el Observatorio Auren Prime sabía exactamente qué era, pero todos coincidían en algo: aquello no pertenecía al universo que conocían.
El laboratorio se alzaba en el filo del satélite Helios IV, una estación suspendida entre el amanecer perpetuo y la noche sin fin.
Desde los ventanales de titanio translúcido se veía el horizonte fractal, donde las nubes eléctricas se retorcían bajo relámpagos líquidos, como si el cielo respirara.
Cada ciclo de luz, el equipo descendía por los corredores plateados hacia la cámara principal.
El aire olía a ozono, a metal y a un silencio tan denso que parecía contener un pensamiento no dicho.
Las máquinas vibraban con un murmullo constante: un pulso metálico, casi orgánico, como el latido de algo que aún no había decidido si estaba vivo.
En el centro de la sala, suspendido en un campo gravitacional, estaba él: Lumi.
Su cuerpo no proyectaba sombra.
Parecía tejido de miles de filamentos luminosos, moviéndose al compás de una respiración invisible.
Cada destello tenía ritmo, intención, una armonía que no era mecánica, sino viva.
Los científicos tomaban notas, medían, ajustaban los sensores.
Algunos lo llamaban fenómeno cuántico; otros, entidad consciente.
Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero todos pensaban lo mismo:
él recordaba algo.
Y cada vez que lo hacía, la luz en la cámara cambiaba de tono,
como si el propio universo intentara escuchar.
Marena Voss caminaba entre las consolas de control, la bata ondeando tras ella como una bandera blanca bajo las luces frías del laboratorio.
A su alrededor, los monitores parpadeaban con datos que apenas podía leer. No los miraba realmente.
Su atención estaba fija en la figura que flotaba en el centro de la sala.
—Cada amanecer aumenta su brillo —murmuró uno de los técnicos, intentando sonar profesional.
—Sí —respondió Marena, sin apartar la vista—. Como si respondiera al sol.
En las pantallas, los gráficos se elevaban con precisión matemática: los picos de energía coincidían, una y otra vez, con el inicio del día planetario.
La primera luz del sistema Auren rozó los cristales del laboratorio, tiñendo de oro los muros metálicos,
y en ese instante exacto, Lumi abrió los ojos.
Un silencio eléctrico recorrió la sala.
Los científicos contuvieron la respiración mientras los instrumentos comenzaban a fallar: las lecturas se distorsionaban, los relojes se detenían por décimas de segundo.
Y luego, en medio del resplandor, una vibración llenó el aire.
No era un sonido, pero todos lo oyeron.
—Auric… —susurró la luz.
La palabra atravesó los sensores, los registros, las mentes.
No era lenguaje; era resonancia.
Un pensamiento hecho fotón, un eco que hablaba en la frecuencia de la memoria.
Durante unos segundos, nadie se movió.
Marena sintió una lágrima correr por su mejilla, sorprendida de sí misma.
No comprendía por qué, pero al escuchar ese nombre, tuvo la certeza de que aquel ser no era un experimento.
Era un recuerdo que había aprendido a respirar.
Los analistas lo llamarían más tarde Sinapsis Estelar:
una conexión entre conciencia y luz,
una melodía que desafiaba los límites entre la materia y el alma.
Durante días, el equipo intentó comunicarse.
Le hablaron en todos los lenguajes posibles: frecuencias, símbolos, secuencias de ADN lumínico.
Pero él solo respondía cuando salía el sol.
Y cada vez que lo hacía, el amanecer se detenía unos segundos,
como si el propio cosmos contuviera el aliento para escucharlo.
Marena comenzó a sospechar lo impensable:
que aquel hombre no era una aparición…
sino el eco de un amor que había desafiado las leyes del universo.
El último día del ciclo 472, mientras la estación orbitaba entre los halos de una tormenta solar, Lumi volvió a pronunciar el nombre:
—Auric.
El aire cambió.
Las luces parpadearon.
Los instrumentos se silenciaron, como si una voluntad mayor los hubiese desconectado.
Entonces, el resplandor frente a ellos comenzó a adquirir forma,
una silueta que emergía del amanecer mismo,
como si la luz intentara recordar lo que una vez fue cuerpo.
Los científicos corrieron a sus puestos, gritando datos que ya no significaban nada.
Solo Marena permaneció inmóvil.
Su voz, temblorosa, rompió el silencio con una certeza que ningún algoritmo podría medir:
—El amor… está intentando volver.
Y así comenzó la reconstrucción de la luz.
Nadie olvidaría aquel día en el Observatorio Auren Prime.
El sol aún no había cruzado el horizonte del satélite,
pero el aire ya vibraba con una frecuencia nueva,
una nota baja, constante,
tan pura que hacía temblar los metales y las almas por igual.
Era el preludio de algo imposible:
la memoria del universo reescribiéndose a sí misma.
Los científicos llegaron uno a uno, sin hablar.
El silencio pesaba más que los pasos.
A medida que avanzaban, las luces automáticas se encendían, revelando los pasillos curvos del complejo: paredes de cuarzo translúcido, tubos de energía pulsante, monitores que exhalaban datos con el pulso de corazones digitales.
Marena Voss fue la última en entrar.
El resplandor de los paneles delineaba su rostro —mitad agotamiento, mitad fe obstinada—.
Había pasado noches enteras revisando las grabaciones de Lumi, buscando un patrón, una intención, algo que explicara la conexión entre aquella figura y la energía que respondía al amanecer.
Y ahora, el fenómeno estaba a punto de repetirse.
Todos lo sabían.
Nadie lo decía.
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Editado: 18.11.2025