••••••••••• Capítulo 17 ••••••••••••
Durante años lo llamaron Proyecto Aurora.
Era un intento por comprender el nacimiento de la luz consciente.
Pero con el tiempo, los registros cambiaron de nombre.
Nadie supo quién escribió la primera entrada,
solo que, desde entonces, en todos los informes aparecía la misma frase:
“El Jardín de las Almas Eternas.”
El laboratorio orbital flotaba sobre la línea muerta de Saturno,
una frontera entre la sombra y el amanecer perpetuo.
En su interior, los pasillos respiraban con un zumbido tenue,
como si la estación misma temiera romper el silencio del cosmos.
Los científicos hablaban poco.
Las palabras se habían vuelto insuficientes frente a lo que presenciaban.
Desde el cristal blindado de observación, el fenómeno se desplegaba ante ellos:
un halo inmenso, girando con una gracia casi humana.
A primera vista parecía una nebulosa,
pero cada partícula de luz se movía con una precisión imposible…
como si recordara.
—No son fotones —dijo la doctora Marena, con la voz quebrada—.
Son recuerdos.
Nadie se atrevió a responder.
En las pantallas, los sensores mostraban pulsos rítmicos,
patrones que se repetían en intervalos armónicos.
Era un ritmo biológico.
Parecía… un latido.
El cosmos, por primera vez, respiraba.
Entonces, las cámaras captaron un cambio en el núcleo del fenómeno.
Una vibración distinta.
Un destello.
De la espiral de energía emergió una figura dorada: Auric.
Su cuerpo era translúcido, esculpido en pura memoria.
Cada movimiento suyo parecía arrastrar siglos de amaneceres.
A su lado, girando en espirales de luz plateada, apareció Lumi,
una corriente viva que se movía como una canción que el universo había olvidado tararear.
Y cuando ambos se tocaron, el campo energético cambió.
Las ondas se volvieron notas.
El espacio entero se transformó en un canto.
El canto de lo eterno.
—Esto no es una anomalía —susurró Marena, apenas respirando—.
Es amor… codificado en la estructura del tiempo.
El Jardín se extendía más allá del espectro visible,
en un territorio donde la energía se confundía con la eternidad.
No había arriba ni abajo, ni principio ni fin:
solo la vibración constante de algo que recordaba haber sido humano.
Cada alma perdida, cada pensamiento de amor inconcluso,
flotaba allí en forma de flor luminosa.
Y cada pétalo contenía una historia:
un beso que nunca llegó,
una promesa que el tiempo no cumplió,
una despedida que decidió convertirse en resplandor.
Auric y Lumi caminaban entre ellas,
sabiendo que ya no eran individuos,
sino custodios de la memoria universal.
Donde sus pasos tocaban la nada,
brotaban senderos de auroras,
y a su paso, las almas se reencontraban.
Desde la estación, los humanos intentaron enviar mensajes,
ondas, códigos, súplicas envueltas en frecuencia.
Pero toda comunicación se disolvía en luz pura,
como si el Jardín respondiera con silencio para proteger su perfección.
Hasta que, una sola vez —solo una—,
una voz cruzó el velo y regresó.
—Díganles… que el amor no se destruye.
Solo cambia de forma.
El eco recorrió los canales de comunicación,
grabándose en cada circuito, en cada mente que lo escuchó.
Y a partir de ese día, nadie volvió a estudiar el fenómeno como un experimento.
El Jardín de las Almas Eternas dejó de ser un objeto de observación…
para convertirse en una fe silenciosa.
Marena escribió su última entrada en el diario de misión:
“El Jardín de las Almas Eternas no es un lugar,
sino un estado del universo cuando comprende su propio corazón.
Allí donde dos seres se aman más allá del final,
florece la aurora que mantiene vivo al cosmos.”
Apagó las luces del laboratorio y permaneció inmóvil,
observando el resplandor que danzaba en la distancia.
Por un instante creyó verlos:
Auric alzando la mirada,
Lumi extendiendo su mano hacia él.
Y entonces comprendió.
Cada amanecer, en cada mundo,
era una semilla de aquel jardín,
brotando en los corazones que aún creen
en el amor que no conoce muerte.
El cosmos volvió a cantar.
Y en su canto, los nombres de ellos se entrelazaron con las estrellas:
Auric y Lumi.
Los primeros en recordar cómo amar desde la luz.
Antes del Jardín, solo existía el vacío vibrante:
un territorio entre universos donde el tiempo aún no sabía contar sus pasos.
Allí fue donde Auric despertó por primera vez.
No recordaba haber muerto.
Solo sentía un resplandor que lo despojaba de todo dolor,
de todo nombre.
A su alrededor, miles de fragmentos de luz giraban lentamente, como si lo observaran.
No había arriba ni abajo, ni sonido ni sombra,
solo la respiración silenciosa del Todo esperándolo.
Entonces comprendió que aquello no era un fin, sino la raíz de toda creación, el punto donde el amor se convierte en universo.
—¿Dónde estoy? —preguntó Auric.
Una voz respondió desde todas partes y ninguna:
—Estás en el tránsito.
El umbral donde las almas recuerdan lo que fueron antes de ser materia.
Era Soleil, el gato estelar.
Su silueta no era sólida: estaba hecha de constelaciones,
de polvo cósmico y de una curiosidad tan antigua como el primer amanecer.
En sus ojos dormían reflejos de galaxias aún no nacidas.
—Tú me llamaste —dijo Auric, reconociendo algo familiar en aquella presencia.
—No —respondió Soleil con un destello suave en el pecho—.
Tú te llamaste a ti mismo.
Yo solo sigo la luz de los que olvidan el camino de regreso.
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Editado: 18.11.2025