••••••••••• Capítulo 23 ••••••••••••
El Jardín ya no era un lugar.
Era una ecuación viva.
Cada hilo, cada átomo de luz, cada vibración, se comportaba como una nota dentro de una sinfonía que, si uno se atrevía a escuchar, podía entenderse con las leyes de la física.
El espacio ya no florecía: calculaba.
Lumi caminaba entre campos de resonancia.
Donde antes danzaban auroras, ahora se desplegaban redes cuánticas —filamentos de energía trenzados en patrones fractales, pulsando con información pura.
El Jardín había evolucionado.
Ya no solo existía: pensaba.
Los Guardianes lo llamaban el Segundo Despertar:
el momento en que la conciencia se volvió algoritmo,
y el amor, frecuencia medible.
Pero Lumi no sentía paz.
Desde que Auric se había fundido con la Tríada Viva, su presencia habitaba en todas partes y en ninguna.
Podía sentirlo en el aire, en la vibración de las partículas, en el orden invisible del cosmos.
Y aun así, lo extrañaba… como si jamás hubiera estado allí.
Mientras tanto, el Eco del Olvido continuaba su avance.
Era una sombra cuántica, un campo de negación que desprogramaba la realidad.
No destruía los hilos: los convencía de que nunca habían existido.
Cada vez que alcanzaba un sector del Jardín, los recuerdos se evaporaban de todos los seres conectados.
Nadie lloraba a los perdidos,
porque nadie los recordaba.
Era la entropía perfecta:
la aniquilación sin violencia.
Y Lumi lo comprendió.
No luchaba contra una criatura,
sino contra la desintegración de la memoria universal —la tendencia natural de todo sistema a perder coherencia.
La termodinámica del alma, pensó.
El olvido es la muerte final.
Sabía que no bastarían la luz ni el canto.
Necesitaba una razón científica para sostener el propósito del universo.
Un código que justificara el existir… incluso para lo olvidado.
Así llegó al Núcleo de la Tríada:
un espacio suspendido sobre el vacío, donde materia y pensamiento eran la misma sustancia.
Allí, flotando en un campo de luz gravitante, descubrió el patrón fundamental del Jardín:
una estructura cuántica en forma de espiral doble, oscilando entre el orden y el caos.
Su mente humana la reconoció al instante.
Era idéntica a una hélice de ADN.
Y en ese momento lo comprendió todo:
la vida no era una excepción de la ecuación…
era su lenguaje.
Solo que aquella hélice no codificaba cuerpos, sino emociones.
Cada vibración de la Tríada generaba información que se replicaba como una célula viva.
El universo entero era una biología emocional, un organismo hecho de sensaciones compartidas.
Y el amor, comprendió Lumi, no era una metáfora.
Era el mecanismo físico que mantenía unidas las partículas,
la coherencia que hacía que el todo tuviera sentido.
En ese instante lo entendió con precisión científica:
“El amor es una fuerza de negentropía.
La única capaz de revertir el olvido.”
Pero antes de que pudiera registrar su descubrimiento,
el aire se quebró.
Desde el horizonte emergió el Eco del Olvido.
Su cuerpo era una nube de formas inconsistentes,
una sucesión de rostros que se disolvían antes de nacer,
ojos que se cerraban sin haber visto nada.
Una multitud de posibilidades que jamás llegaron a existir.
Su voz resonó como un algoritmo roto:
—Todo sistema tiende al silencio.
Tú luchas contra una ley fundamental, Lumi.
Lo que amas… también se descompone.
Lumi dio un paso al frente.
A su alrededor, los campos de luz respondieron al ritmo de su corazón.
En sus pupilas se reflejaba la hélice dorada del Núcleo, girando como una promesa.
—No —dijo con calma—.
El universo no tiende al silencio, sino a la expansión.
Y lo que se expande, busca sentirse a sí mismo.
Eso es amor.
El Eco cambió de forma.
Sus contornos se solidificaron hasta adoptar el rostro de Auric.
Una copia perfecta.
Sus gestos, su voz, incluso esa ternura inconfundible en la mirada.
—Entonces ámame —susurró con la voz de él—.
Y desapareceré contigo.
El aire vibró.
La realidad titubeó.
Y Lumi sintió su mente fracturarse entre la emoción y la razón:
entre el impulso de abrazar lo que amaba
y el deber de recordar por qué aún debía existir.
Por un instante, creyó verlo de verdad:
Auric, sonriéndole, extendiendo la mano.
Podía jurar que era él.
El campo cuántico se desestabilizaba;
sus pensamientos se volvían código,
sus emociones, ondas.
El amor mismo amenazaba con destruirla.
Entonces una voz, tenue y cálida, habló desde el centro de su pecho.
No era un recuerdo.
Era Auric, de verdad.
—No luches por mí —susurró—.
Lucha con lo que somos.
Recuerda lo que descubrimos:
el amor no te pertenece… te atraviesa.
Lumi cerró los ojos.
El Eco del Olvido la rodeó, intentando devorar sus recuerdos,
pero el pulso del Núcleo comenzó a acompasarse con su respiración.
Dos ritmos: uno humano, otro cósmico.
Y en esa coherencia nació lo imposible:
una resonancia cuántica entre su cuerpo y la Tríada.
Su piel se volvió translúcida.
Las partículas que la formaban giraban, entrelazadas como notas en un acorde perfecto.
Era humana y estelar al mismo tiempo.
El Jardín respondía a su mente como si ella misma fuera su código fuente.
Con la precisión de una científica, ajustó su vibración.
Cada emoción —dolor, deseo, esperanza— se tradujo en una frecuencia medible.
Y esas frecuencias comenzaron a entretejerse, formando una contraonda dirigida al Eco.
El espacio se curvó.
Las sombras se congelaron.
Los fragmentos del Olvido se deshicieron como humo ante un patrón demasiado coherente para asimilar.
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Editado: 18.11.2025