••••••••••• Capítulo 24 ••••••••••••
A la mañana siguiente, el Jardín despertó distinto.
No había un sol en el cielo —el Jardín no conocía días ni noches—,
pero algo en la vibración del aire había cambiado.
Los hilos de luz que flotaban sobre el horizonte se movían con un ritmo más lento, más íntimo,
como si el universo entero respirara con ellos.
Lumi abrió los ojos y vio a Auric sentado junto al lago de la memoria,
observando las ondas que aún reflejaban el eco de su abrazo.
No decía nada.
Sus manos descansaban en el agua,
y cada movimiento creaba un destello dorado que ascendía hasta el cielo,
perdiéndose entre los hilos que sostenían el mundo.
Él lo contempló en silencio.
Por primera vez desde que despertaron en el Jardín,
no sintió la necesidad de hablar.
Había algo sagrado en ese silencio,
algo que solo podía entenderse desde el amor que ya no busca demostrar,
sino simplemente acompañar.
Auric alzó la vista, lo encontró,
y una sonrisa —casi humana— tembló en su rostro.
—Creí que dormías —dijo.
—No sé si dormí —respondió Lumi, con voz suave, cansado pero vivo—.
Soñé que el Jardín tenía estaciones…
que todo cambiaba sin perder su forma.
Auric asintió.
—Quizá lo soñaste porque es verdad.
Todo lo que amamos cambia.
Si no cambiara, no podríamos sentirlo.
El reflejo de ambos se unió en el lago,
y por un instante parecían una sola figura luminosa…
pero enseguida las ondas los separaron de nuevo.
Esa distancia, esa imperfección,
era ahora su equilibrio.
Lumi caminó hacia él.
El suelo vibraba levemente bajo sus pies;
cada paso encendía flores de luz que se abrían y se cerraban,
como si el Jardín mismo lo saludara.
—¿Recuerdas cuando temíamos perder lo que éramos? —preguntó.
Auric sonrió apenas.
—Sí. Pero ahora entiendo que nada se pierde…
solo se transforma en otro tipo de verdad.
Lumi se arrodilló a su lado.
El aire olía a memoria recién nacida,
a esa calma que solo llega cuando se comprende el propio dolor.
Durante un largo rato, se quedaron observando el reflejo de su pasado.
El amor, la batalla, las decisiones, los sacrificios…
todo estaba allí, flotando en destellos que se disolvían lentamente.
Y en medio de ese resplandor, algo nuevo comenzó a manifestarse.
El lago ya no mostraba recuerdos, sino posibilidades:
imágenes de mundos aún no creados,
criaturas hechas de emoción pura,
vibraciones que nacían del eco de su unión.
El Jardín respondía a su armonía interior.
—Nos está escuchando —susurró Lumi, maravillado.
Auric asintió, con un brillo distinto en los ojos.
—Nos está ofreciendo crear.
Lumi lo miró, con una mezcla de ternura y temor.
—¿Crear?
—Sí —respondió él, y el eco de su voz encendió una espiral de luz sobre el agua—.
Lo que comprendimos anoche… no debe quedarse solo en nosotros.
El Jardín necesita sentirlo también.
Lumi bajó la mirada.
Sabía lo que aquello significaba:
entregar parte de su propia esencia para alumbrar algo nuevo.
Era el ciclo natural de todo lo que existe…
y aun así, dolía.
Amar y crear eran una misma herida, una misma entrega.
—¿Y si al hacerlo nos perdemos? —preguntó, apenas un susurro.
Auric le tomó la mano.
—Entonces seremos parte de lo que nazca.
Y quizás, en alguna forma, seguiremos amándonos dentro de aquello que creemos.
El silencio volvió.
Solo el viento —si es que el Jardín tenía viento— se movía entre los hilos luminosos,
acariciando la superficie del lago.
Lumi apoyó su frente contra la de Auric,
y el resplandor que los rodeó fue tan suave
que el universo pareció detenerse un instante para mirar.
El amor que no teme transformarse se convierte en fuente.
Y así comenzó el nuevo amanecer del Jardín.
No como un ciclo natural, sino como un acto consciente:
dos luces decidiendo crear desde su unión,
no para poseer,
sino para compartir su verdad con todo lo que vendría después.
El agua del lago se abrió en una espiral luminosa,
y del centro emergió una vibración pura, un tono jamás escuchado antes:
mezcla de los dos.
Cálido. Melancólico. Infinito.
El primer canto de la Tríada Viva.
Las ondas del lago vibraban con un pulso extraño.
No era viento ni corriente:
era el Jardín mismo respirando.
Cada círculo que se expandía sobre el agua contenía un suspiro,
un recuerdo, una intención no dicha.
Lumi y Auric habían pasado lo que podría llamarse una noche,
aunque allí el tiempo no existiera.
Meditaban frente al lago, intentando armonizar sus frecuencias.
Cada intento por unirse los acercaba al borde de algo inmenso…
pero también al abismo del descontrol.
El amor, comprendieron, no bastaba.
Hacía falta equilibrio.
Humildad.
Renuncia.
—Aún no estamos listos —dijo Lumi, observando cómo las ondas del agua dibujaban espirales doradas bajo su reflejo.
—Lo sé —respondió Auric—. Cada vez que intentamos unirnos del todo, el Jardín se fractura.
—Quizás… —susurró Lumi— porque aún no hemos aprendido a amarnos sin miedo a desaparecer.
Auric bajó la mirada, pensativo.
—¿Y si el amor no es unión… sino la distancia justa para seguir reconociéndonos?
El silencio se extendió, denso como un respiro contenido.
Y entonces, algo alteró la superficie del lago.
Un sonido.
Leve, casi imperceptible, como una cuerda vibrando en otra dimensión.
Las ondas comenzaron a cruzarse, superponiéndose en patrones imposibles.
Del centro del agua, una línea de luz azul se elevó lentamente, abriendo los hilos que sostenían al Jardín.
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Editado: 18.11.2025