••••••••••• Capítulo 39 •••••••••••
Esa noche cabaña estaba en silencio.
La única luz provenía de la luna, filtrándose por la ventana como un hilo plateado que rozaba las pieles, los cabellos, los cuerpos exhaustos.
Dormían juntos.
Lumi en medio, acurrucado como un pequeño resplandor.
Auric detrás de él, enroscado como un guardián de luz.
Elián al frente, sujetándole la mano, con los dedos entrelazados a los suyos.
Y entonces la noche los tomó.
Auric caminaba solo por el Jardín de las Almas Eternas.
Pero ya no había auroras, ni hilos, ni susurros de vida.
Todo estaba marchito.
Las hebras que antes vibraban con color eran ahora hilos grises, quebradizos, como si el mundo hubiese envejecido de golpe.
Auric extendía la mano para tocarlos, pero cada vez que su piel rozaba uno… se desintegraba en polvo.
—¿Lumi? —llamó.
Su voz resonó vacía, tragada por el silencio.
No había respuesta.
Solo una sombra muy lejana, en la que distinguió alas doradas… pero no eran las de Elián.
Eran las de Lumi.
Su Luz era tenue, debilitada, temblorosa.
Auric corrió hacia él, pero el mundo comenzó a derrumbarse: puentes de luz cayendo, recuerdos rompiéndose, ecos gritando sin sonido alguno.
Cuando por fin lo alcanzó, Lumi se desvaneció entre sus brazos como agua.
Auric gritó.
Pero nadie lo oyó.
Su luz se apagó.
Lumi flotaba sobre un lago inmenso, brillante como cristal.
Las estrellas se reflejaban en el agua, creando la ilusión de un cielo doble.
Todo era quietud, paz, calor.
Auric y Elián estaban con él, uno a cada lado, sosteniéndolo de la mano.
No había miedo, ni tensión, ni celos.
Solo una sensación de plenitud absoluta.
Las manos de ambos destellaban tonos distintos:
la de Auric irradiaba un dorado suave, como un amanecer;
la de Elián brillaba con un blanco cálido, como un corazón latiendo.
Lumi sonreía, sin peso, sin dolor.
Sus alas —transparentes, vivas, pulidas como cristal— se extendían sobre el lago, dejando un rastro de luz rosada en el aire.
Los tres se sumergían despacio en el agua tibia, sin romper el reflejo de las estrellas.
Sus risas eran música, y la música se convertía en luces que los envolvían.
—Así debería ser siempre —susurró Lumi, sintiendo que por primera vez, la felicidad no dolía.
Auric apoyó su frente en la suya.
Elián lo abrazó desde atrás.
Y todo brilló.
Brilló tanto, que la misma luz lo despertó del sueño…
Pero antes de abrir los ojos, la escena se quebró como cristal.
Elián estaba en una ciudad sin cielo.
Torres negras donde antes había flores, corredores vacíos donde se suponía que habría vida.
El aire era espeso, frío, lleno de murmullos sin dueño.
Buscaba a Lumi.
Corría entre pasillos infinitos, guiado solo por un hilo tenue de luz rosa que vibraba delante de él.
Lo siguió hasta un puente colgante.
Y allí lo vio.
Lumi estaba de rodillas, respirando con dificultad, como si algo invisible estuviera drenándole la vida.
Detrás de él… una figura alta, hecha de sombras líquidas, sostenía su pecho con dedos afilados, hundiéndolos como cuchillas.
La figura giró la cabeza hacia Elián.
No tenía rostro, solo una mancha oscura que goteaba y susurraba su nombre.
—Elián…
—Elige…
—¿Quieres salvarlo o quieres vivir?
Elián gritó y corrió, extendiendo la mano.
Pero cuando tocó a Lumi…
su cuerpo cayó inerte.
Sus hilos se apagaron.
Su calor se evaporó.
La sombra se rió.
Una risa rota, cruel, como si se quebrara el universo.
Y un susurro final:
—Nunca podrás protegerlo de mí.
Elián despertó gritando.
Tres cuerpos sobresaltados.
Tres respiraciones agitadas.
Tres corazones latiendo como si quisieran romper costillas.
Auric incorporándose, con lágrimas de oro cayendo de sus ojos.
Elián jadeando, los dedos temblando aún con la sensación de haber perdido a Lumi.
Lumi despertando con un grito ahogado, la luz rosada palpitando en su pecho como un corazón expuesto.
Los tres se miraron.
Nadie dijo nada.
Los tres sabían que no había sido casualidad.
Los tres habían soñado con perderse.
Y los tres, sin pensarlo, se abrazaron al mismo tiempo, como si el universo exigiera que se sostuvieran en ese instante o todo se rompería de nuevo.
El silencio pesaba como una manta húmeda.
El cuarto estaba débilmente iluminado por los restos del fuego en la chimenea, cuyos carbones rojos parecían latir como un corazón cansado.
Lumi respiraba agitado, el pecho iluminándose en pulsos rosados que no podía controlar.
Auric seguía sentado, con el rostro entre las manos.
Elián se dejó caer contra la pared, sin apartar los ojos de Lumi, como si temiera que parpadear pudiera hacerlo desaparecer.
El primero en hablar fue Auric, con voz quebrada:
—Ese sueño… no fue un sueño. —Apenas un susurro.
—Sentí que te perdía, Lumi. Te desvanecías frente a mí. Y no pude sostenerte.
Lumi tragó saliva.
Su luz interior oscilaba, reflejando el temblor de sus emociones.
—Yo… —susurró—. Yo vi lo contrario. Vi un futuro hermoso… los tres juntos. Todo era cálido, perfecto. Hasta que algo lo rompió.
Elián cerró los puños.
Las venas en sus antebrazos brillaban con un resplandor blanco fuerte, un reflejo involuntario de su angustia.
—El mío fue muerte —gruñó, evitando la mirada de los otros dos—. Te mataban, Lumi. Y yo… yo no podía alcanzarte.
—La sombra me habló. Me dijo que no podría salvarte. Que eligiera entre tu vida y la mía.
Lumi lo miró con ojos muy abiertos, su respiración agitándose.
—¿Una sombra? —preguntó con un hilo de voz.
Elián asintió lentamente.
—No tenía rostro. Era… como si algo se hubiera desprendido del mundo mismo. Un parásito de luz rota.
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Editado: 18.11.2025