Querida levedad, a ti esta suave y breve historia ha de ser contada.
Querida soledad, ante ti estas letras han de ser pronunciadas.
Querido lector, a cambio de un momento de atención, una historia te he de contar; una historia te haré revivir aunque de ella nunca hayas escuchado.
Nos adentramos en algún lugar boscoso de México, del cual su nombre no puedo pronunciar sin antes pedirle permiso a los insectos, que abundan y se aglomeran más que las personas de este pequeño pueblo.
Solía llover mucho en esa época del año, los días claros eran escasos y las bajas temperaturas se habían convertido en el clima común.
Aurora adoraba vivir en un pueblo que estaba siendo devorado por el bosque, la lluvia hacía que los árboles lucieran su color verde. La niebla enredada entre los árboles secos provocaba un sentimiento de respeto ante la muerte mezclado con nostalgia.
El agua se encharcaba por todas partes, reflejando aquel gris que abundaba en el ambiente.
La pequeña y tímida niña que habitaba en la calle Obregón parecía ser la única amiga de todo este ambiente, pues normalmente los casi dos mil habitantes preferían el sol y el azul cielo sobre sus cabezas. Una de ellas, su madre, Amalia , una ex maestra de letras latinoamericanas y escritora frustrada pasaba sus días lamentando el haberse mudado allí. Como si se hubiera quedado atrapada en una jaula de ramas y musgo desde que su esposo, nacido en aquel pueblo, la abandonó y no dejó rastro alguno.
Aurora tuvo su primer encuentro con la literatura a muy temprana edad, lo que nutrió su imaginación y curiosidad por el mundo que la rodeaba; la naturaleza infundía destellos de inspiración constante en su cabeza. Nunca tuvo hermanos o familia cercana con quién jugar, lo único que tuvo fue el zumbido de los insectos y una colección única de sus cadáveres que terminaban siendo compañía.