Meses y meses, la curiosidad de Aurora con respecto a los religiosos seguía aumentando. Fingía ser creyente solo para tratar de ver qué se sentía ser atraída por una imagen, a qué lugares podía llevarla el rendirle culto y cantar para algo que jamás has visto.
Para ella, una clara prueba de lo que era ser un humano, siempre perseguido por la urgencia de tener algo que nos respalde, la seguridad de que alguien (o algo) nos protege todo el tiempo y a la hora de morir no ser juzgado con tanta dureza. La gente asistía a la iglesia desconsolada, buscando el perdón, buscando alguna respuesta que les solucionara sus problemas. Y al salir, tenían una oportunidad más. ¿Era esa la mejor manera de limpiar consciencias jamás creada?
Terapias, psicólogos, pastillas, pláticas. Y todo era igual para Aurora, que en aquella duda eterna seguía lamentándose. Extrañaba su viejo árbol, extrañaba a sus viejos amigos insectos, extrañaba a su madre. Y todos hablaban, decían mucho sin decir nada, era un constante ir y venir entre la tristeza, la nostalgia y el magnetismo entre ella y el permanecer fuera de este mundo sin tener que dejarlo físicamente.
Ella creía tanto en los árboles como su abuela en el hombre colgado de una cruz.