La escuela había sido un caso perdido para Aurora, que no lograba adaptarse a un lugar con tantas mentes y almas vacías. Nacidos para dar nada, para crear nada más que caos. Seguía siendo el blanco de burlas y exclusión, por lo que su abuela decidió que se terminaría de educar en la iglesia y siempre trataba de darle lo mejor. Normalmente se sentía culpable por no haber hecho más por su hija, por haberla dejado partir a ese pueblo del que nunca volvió a salir.
Loca, rara, retardada. ¿Ya viste como viene vestida?
Aurora llegaba a casa preguntándose si todo eso era verdad, no sabía de qué otra manera comportarse, ni siquiera si debía cambiar algo de ella misma para poder encajar.
Una de aquellas desafortunadas tardes, Aurora se quedó dormida en el sillón después de varios minutos de pensar sin dirección alguna.
Soñó que salía volando por la ventana, como Peter Pan, comenzaba a elevarse velozmente con sus alas cual polilla, al voltear abajo pudo ver la gran ciudad que se hacía cada vez más pequeña. Podía sentir las nubes, podía sentir las gotas de lluvia, el viento rasguñando su rostro, podía sentir su muerte, pues comenzaba a caer en picada, a tal velocidad que parecía un meteorito, envuelta en fuego azul, cubierta por sus alas. Y justo antes de tocar el suelo, abrió los ojos.