Otro viernes en Auris, otra noche en la que Nicolás estaba en la cabina, a cargo de uno de los sectores temáticos del club. Eran apenas las dos de la mañana y el lugar ya estaba bastante lleno. El dj echó un vistazo a la gente dispersa debajo, en la pista. No se explicaba cómo podía haber alguien a quien todavía le interesase ir a una cueva espantosa como aquella.
Por un instante, se distrajo con la vista de una muchacha de blanco, brillante entre la multitud a causa del contraste de las luces negras.
«Es un efecto, no es para tanto» se dijo a sí mismo, mientras la canción que pasaba estaba cerca del final y comenzaba a bajar su volumen.
La cantidad de manchas humanoides —luminosas, de ojos blancos— que surgieron en el lugar hicieron a Nicolás girarse a su tablero para insertar otro tema y subir el volumen lo más posible. Como una ola invisible, el potente sonido barrió con todas las presencias extrañas que solo él podía ver.
La chica del vestido blanco siguió en su lugar, bailando sola.
El dj suspiró aliviado.
Una de las camareras le trajo una botella de soda helada y un vaso y antes de marcharse lo felicitó por la mezcla de sonidos de esa noche. Él asintió, avergonzado.
«Lo único que hago es ruido. Lo único que quiero es espantarlos a ellos» pensó, resignado, mientras bebía.
Entonces volvió la mirada hacia la pista. Todos bailaban con el volumen al máximo. Incluyendo a la muchacha de vestido brillante, que ahora también lo observaba con esos ojos blancos.