Aurora lunar: La frecuencia de la curiosidad

El valor del buen silencio

De nuevo había ocurrido.

Otra vez, un viaje astral con una clienta había salido mal. Aun cuando Chamán había utilizado una dosis mucho menor en la sustancia para el brebaje. Las malditas viejas podían resistir cualquier cosa, pagaban lo que fuese, bebían y comían lo que él les dijera, con tal de ver algo que les diese tema de conversación con otras viejas de mierda. Él no era un fraude, solo vendía experiencias. Lo mejor que podían hacer las imbéciles era no morirse en medio de una sesión.

A la primera, la había tirado en su propio auto, sobre la carretera que pasaba cerca de su barrio. Eran casi las tres de la mañana, nunca le había pasado nada semejante. Todavía tenía pesadillas en las que cargaba con el cuerpo flácido y pesado de aquella mujer. Nadie había tomado aquella muerte como algo fuera de lo normal. ¿Quién preguntaría por el paro cardíaco de una anciana que se la pasaba entre el casino y las carreras de caballos?

Apenas se le iba quitando el susto y esto volvía a suceder.

El proveedor de siempre había caído y a Chamán le estaba costando encontrar uno que le trajese otra sustancia con el mismo nivel de pureza. La que se había quedado dura esta vez era una muchacha más joven, que por suerte también había llegado en su propio transporte. Sin embargo, una motocicleta ya sería más difícil de abandonar como si nada. Tenía que parecer que la chica se había accidentado.

«Debo ser un genio» se dijo, con amargura, mientras arrastraba el cuerpo de la chica hasta el garaje donde ella había dejado el vehículo y el casco. «Apenas encuentre a aquel idiota, me va a escuchar».

La sesión había terminado más tarde de lo común y ya habían pasado de las tres y media de la madrugada. No había nadie en el vecindario. Pero tampoco podía confiarse de que no hubiese nadie volviendo de alguna fiesta, ya eran las primeras horas del sábado y mucha gente empezaba a salir desde los jueves.

Los relámpagos al sur, en medio del calor insoportable, daban una idea de la tensión que él también estaba sufriendo por dentro.

De alguna forma, se las había arreglado para acomodar el cuerpo, con el casco en el codo tal como lo había traído, sobre el camino junto al río que pasaba al sur de su barrio. Cubrió la mano del cadáver y aceleró la moto, de forma que al soltarla hizo un leve zigzagueo y fue a dar al barranco y luego al fondo del agua directamente. La muchacha había quedado sobre el lodo de la orilla, en pésima posición, pero de inmediato la gravedad hizo lo suyo y el río se quedó con todo.

En ese instante, el cielo estalló y gruesas gotas empezaron a cubrir la desesperación, el sudor, la nube de tierra que se había levantado.

Chamán contuvo las ganas de gritar y solo respiró hondo, empapándose, hasta que pudo calmarse. Las manos y las piernas le temblaban, por el esfuerzo de haber arrastrado la moto y el cuerpo hasta ahí y por el terror de que detrás de las ventanas oscuras de los vecinos algún par de ojos lo estuviese viendo.

Diluviaba. No se veía más allá de un par de metros, por la densidad de la lluvia. Las calles de tierra del vecindario estaban intransitables. Pero Chamán no quería regresar a casa. Estaba eufórico. Él sí podía con todo. Solo debía querer hacer las cosas y los problemas se solucionaban solos. La vida no era tan difícil.

Deambuló por la zona, riendo por momentos, aterrado al borde de la paranoia por otros. Siempre bajo la lluvia. Caminó hasta la ruta y se compró un pack de cervezas y cigarrillos en la estación de servicio. Comenzaba a amanecer, cuando volvió caminando despacio, echando el humo en aros pequeños, medianos, más grandes.

Se detuvo a buscar las llaves y se fijó en que las huellas de la motocicleta no hubiesen quedado tan marcadas en su ingreso a la casa. La lluvia era su aliada aquella noche.

Entonces, al acercarse a la puerta, encontró un papel blanco, doblado, con la única punta que sobresalía empapada.

Lo quitó, asombrado de que los repartidores de publicidad estuviesen dando vueltas desde tan temprano. Tuvo que abrirlo, al notar que solo era una hoja blanca, de las de cuaderno, con renglones azules y algún garabato en tinta negra por dentro.

Y el garabato decía solo una cosa: «El valor del silencio de un buen vecino es difícil de medir. Por suerte, el mío tiene unos cuantos ceros detrás del uno. ¿Cuándo nos vemos, así hablamos?».




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