La lluvia gris caía como ceniza húmeda y pesada, difuminando la luz amarillenta y sucia de los viejos faroles. Kateryna caminaba casi encorvada, con la cabeza hundida en el cuello del abrigo gastado. Llevaba bajo el brazo una carpeta delgada con su manuscrito. Era una copia en papel, absurdamente anticuada, y la única que le quedaba. Su portátil —su única arma funcional contra la realidad hambrienta— había muerto la noche anterior. Sin aviso, sin chispa, sin drama: simplemente se apagó a mitad de una frase, justo cuando su protagonista iba a decir: «me quedo». Y fue él quien se quedó, en efecto: no el héroe, sino ese cadáver negro y frío de metal.
Ahora avanzaba por una calle resbaladiza y rota, donde el viento arrancaba las sombrillas de las manos de la gente. Finalmente distinguió un cartel con letras desteñidas, casi lamidas por el tiempo: “EMPEÑOS. COMPRA-VENTA.” No era la primera vez. Ya había llevado allí trozos de su pasado, cuando los adelantos se retrasaban y la inspectora del banco le recordaba su deuda con una voz que no admitía objeciones. Pero esta vez la apuesta era distinta: de aquel manuscrito dependía su futuro. Sabía que si no terminaba esa historia, su carrera como escritora se disolvería en el aire gris, igual que sus héroes olvidados que nunca alcanzaron su final.
Dentro, tras una puerta pesada forrada en cuero sintético, olía a metal rancio, sudor viejo y polvo estancado. El aire era denso, pegajoso, como si hubiera olvidado lo que significa una corriente viva. En los estantes estrechos y cubiertos de polvo se amontonaban teléfonos, anillos opacos y relojes cuyas agujas habían quedado inmóviles para siempre. Tras el mostrador, bajo una lámpara triste, estaba sentado un hombre de unos cuarenta años, con unos ojos tan cansados y vacíos que parecían quemados, los ojos de alguien que había visto demasiadas derrotas ajenas.
—Necesito un portátil —dijo Kateryna, mirando los objetos.
—¿Alguno en particular? —preguntó el hombre, sin interés.
—Cualquiera que mantenga la carga. Y… que sea lo más barato posible. Solo lo necesito para escribir.
El hombre asintió. —Espere un momento —murmuró, desapareciendo tras una mampara cubierta de cajas. Cuando regresó, traía en las manos un portátil gris, discreto, sin logotipo alguno. Era un aparato algo tosco, pero con una superficie extrañamente lisa, pulida, como si alguien la hubiera acariciado miles de veces, dejando la huella de su obsesión.
—Creo que esto es lo que busca. Viejo, pero aún funciona.
—¿Cuánto?
—Tres mil quinientos. Es el mínimo.
El ánimo de Kateryna mejoró de golpe. Ni siquiera esperaba encontrar uno por ese precio. —Lo llevo —dijo, entregando los billetes arrugados. El hombre ni los miró. Solo suspiró profundamente.
—Usted debe de ser escritora… ¿acerté?
—¿Y eso importa?
—Solo… es que el anterior dueño también lo era. Un escritor. Lo trajo hace un año, más o menos.
Kateryna alzó las cejas sin querer.
—¿Y lo devolvió?
—Sí. Nunca explicó por qué. Técnicamente estaba perfecto…
Ella sonrió con sequedad.
—Quizás compró uno nuevo.
—Tal vez… —murmuró el hombre, guardando el portátil en una bolsa—. De todos modos, está revisado. Lo limpiamos, lo reiniciamos de fábrica, reinstalamos el sistema… No tendrá quejas.
—Perfecto.
—Que tenga un buen día —dijo el hombre, sin mirarla a los ojos, al entregarle la bolsa.
—Dudo que este día pueda ser bueno —susurró Kateryna—, pero gracias.
Vivía en un pequeño estudio en la última planta. Al llegar, colocó el portátil sobre la mesa con cuidado, como si fuera un pájaro herido. Justo al lado de una taza de té a medio terminar y de un cuaderno cubierto de notas. Conectó el cable y presionó el botón de encendido. El portátil cobró vida al instante, sin el zumbido agotado del ventilador, sin logotipo alguno. Solo una pantalla negra que dio paso a un escritorio limpio, impecable. Y solo tres carpetas, todas en mayúsculas: “NO ABRIR”, “BORRADOR”, “YO RECUERDO”.
Kateryna frunció el ceño. —Parece que no lo limpiaron del todo… Bueno, da igual. Al fin y al cabo, esas carpetas no le estorbaban. Abrió Word, creó un nuevo documento y lo tituló “FINAL”. Por un instante pensó que aquel nombre sonaba a sentencia. Justo lo que necesitaba ahora.
Sus dedos se deslizaron sobre el teclado. Las teclas respondían de manera extrañamente suave, casi sin sonido, como si se hundieran al contacto del aire y no al de sus manos. Escribió unos minutos, hasta que sintió que el texto fluía con demasiada facilidad, sospechosamente bien, sin resistencia. Como si alguien guiara su mano. Entonces se detuvo un segundo para respirar… y el cursor siguió moviéndose solo.
Las palabras aparecieron solas, letra por letra: «… el silencio a su alrededor solo parecía seguro. En realidad, no estaba sola en la casa.»
Kateryna apartó las manos de golpe. El corazón le golpeó el pecho con fuerza. El cursor parpadeaba tranquilo, inocente. Con el dedo tembloroso presionó Retroceso y la última línea desapareció.
—Es un fallo. Solo un maldito fallo —murmuró para sí.
Pero en su estómago algo se agitó, frío y vivo: un miedo pequeño, recién nacido, que empezaba a crecer. Apagó el portátil apresuradamente. Bajó la tapa con cuidado, casi con miedo. Y durante un instante terrible, cuando la pantalla se apagó del todo, le pareció ver un rostro reflejado en el negro cristal. Se convenció de que era el suyo. Suspiró, se frotó las sienes.