Habían pasado tres días agotadores desde la visita al empeño. Kateryna intentaba desesperadamente fingir que nada extraño había ocurrido, que aquellas oleadas de pánico eran solo un efecto secundario del cansancio. El portátil funcionaba. Y funcionaba a la perfección. Al fin y al cabo, eso bastaba.
Escribía desde la mañana hasta la noche. Sin levantarse de su escritorio, bebía café amargo y se insultaba mentalmente, convencida de ser una inútil. La historia se había atascado, la inspiración se había desvanecido. Cada párrafo le parecía muerto, artificial. Pero cada vez que hacía una pausa, el cursor del documento empezaba a parpadear demasiado rápido… como si perdiera la paciencia. Latía al final de la frase como un nervio vivo, temblando con irritación. Como si una fuerza invisible exigiera que siguiera escribiendo.
Esa noche, al volver del trabajo, Kateryna volvió a encender el portátil y se puso a trabajar en su libro. Entonces notó algo. En la lista de archivos, justo debajo de su manuscrito, había aparecido un nuevo documento: borrador_1.docx.
Ella estaba segura de no haberlo creado.
Con la mano temblorosa, movió el cursor sobre el icono y hizo doble clic. Dentro solo había unas pocas frases:
«Nunca terminarás este libro. Porque tu propio final ya está escrito.»
Kateryna se quedó mirando la pantalla mucho rato, intentando negar la realidad. No podía creer que alguien hubiera dejado ese mensaje mientras ella no estaba en casa. La puerta no mostraba señales de forzamiento. ¿Y quién querría hacerlo? Nunca había tenido amigos, ni enemigos.
Borró el archivo con rapidez y, por si acaso, reinició el portátil. Aquello le dio una frágil ilusión de calma.
A la mañana siguiente, cuando abrió su manuscrito, el último párrafo era distinto. Totalmente distinto de lo que recordaba haber escrito. Donde antes decía: «Pasó la tarde en casa. En calor, silencio y comodidad.» ahora se leía:
«No quería creerlo, pero comprendía que no estaba sola en el apartamento. El peligro mortal pendía sobre ella como una nube de tormenta.»
Sintió cómo la sangre le huía del rostro. Intentó restaurar la versión anterior del archivo, pero no pasó nada. El documento se negaba a volver atrás. Permanecía con ese texto ajeno, impuesto. Como si siempre hubiera sido así.
Aquella noche durmió de manera inquieta y superficial. Soñó que escribía, pero las teclas estaban frías y se deslizaban bajo sus dedos como pequeños insectos negros, vivos. Cada pulsación dejaba una marca sucia sobre la piel, parecida a tinta fresca.
Despertó de golpe, como si algo la hubiera golpeado. Estaba bajo la manta, pero seguía sintiendo un frío insoportable. Su cuerpo temblaba como si tuviera fiebre.
Y entonces lo oyó. Un sonido leve, rítmico.
El inconfundible tecleo de alguien escribiendo.
Venía desde la cocina. Kateryna se incorporó en la cama, conteniendo la respiración. Escuchó, rezando para que todo fuera un sueño. El apartamento estaba oscuro. Solo una rendija de luz azul pálida se filtraba por la puerta entreabierta: el resplandor de la pantalla del portátil.
Se obligó a levantarse. Caminó descalza por el suelo helado, cada paso más lento que el anterior. Al llegar a la cocina, no había nadie. El portátil estaba abierto. En la pantalla, un documento de Word titulado “SUEÑO”.
Leyó las primeras líneas, y de pronto sus propios movimientos empezaron a parecerle parte de un guion escrito por otra mano:
«Kateryna se despierta en mitad de la noche por el sonido del teclado. Va a la cocina, pensando que alguien ha entrado en el apartamento. Tonterías. Solo estamos nosotros. Ella misma me dejó entrar.»
La joven se quedó inmóvil, incapaz de apartar la vista.
El texto continuaba, describiendo, paso a paso, exactamente lo que estaba haciendo:
«Se acerca. Se inclina. Lee estas palabras. Sus pupilas se dilatan de terror. Y entonces comprende que en la pantalla no se refleja solo su rostro pálido y asustado… sino algo más. Alto. Negro. De pie, justo detrás de ella.»
Kateryna se giró. No había nadie, por supuesto. Cerró de golpe la tapa del portátil. Desenchufó el cable de corriente.
Su respiración retumbaba en las sienes como el viento en una tubería vacía. Se sintió mareada. Se dejó caer lentamente hasta el suelo, apoyando la espalda en la pared. Permaneció allí sentada, sin moverse, casi sin respirar, hasta que amaneció.
Esperó el amanecer como si fuera una señal de salvación.
Cuando la luz del sol inundó el apartamento, recuperó un poco de fuerza. Fue a la cocina, tomó una toalla grande y envolvió el portátil en ella. Luego lo escondió en el fondo del armario, bajo la ropa de invierno.
Pero incluso desde allí, a través de las capas de tela, seguía oyéndose un leve chasquido. Como si alguien, todavía, intentara escribir.