Kateryna no aguantó más.
Después de una noche sin dormir, en la que cualquier crujido la hacía estremecerse de miedo, decidió salir de casa. Necesitaba aire, ver gente, distraerse un poco. Tal vez así lograría calmar sus nervios.
Entró en una cafetería en la esquina: dentro hacía calor, olía a miel y a limón. Se sentó junto a la ventana y pidió un té. Las manos aún le temblaban.
En la mesa de al lado alguien reía, y cerca del escaparate un niño lloriqueaba. La vida seguía su curso habitual. Nadie a su alrededor podía imaginar que ella estaba al borde de un ataque de histeria.
Kateryna sacó el teléfono y escribió en el buscador: “reparación de portátiles”. Después de revisar varios anuncios, encontró a un técnico que no cobraba una fortuna.
Llamó.
La voz masculina al otro lado sonó tranquila, algo ronca, rutinaria:
—Sí, dígame.
—Necesito que revise mi portátil. Se comporta de forma… extraña.
—¿Extraña cómo?
—Se enciende solo. Y crea archivos por su cuenta.
—Serán virus, probablemente —gruñó el técnico—. Puedo pasarme. ¿Cuándo le viene bien?
—Hoy, por favor. Lo antes posible.
Acordaron verse en una hora.
Kateryna terminó su té. Permaneció un rato en la mesa, incapaz de volver al apartamento antes de que llegara el técnico. Se sentía más segura sabiendo que entrarían juntos, aunque él fuera un completo desconocido.
El hombre la esperaba junto al portal, apoyado en la barandilla. Era alto, delgado, de unos cuarenta años, con una barba corta y una mochila vieja a la espalda.
—¿Kateryna? —preguntó.
—Sí.
—Alex. Vamos a ver a su “paciente”.
Subieron en el ascensor. Kateryna sacó las llaves y abrió la puerta. Por primera vez en su vida dejó que alguien entrara en su casa antes que ella.
Entró detrás… y se quedó inmóvil.
El portátil estaba sobre el escritorio, al lado de su cama. Abierto. Encendido. La pantalla emitía su habitual resplandor azulado.
—Pero yo… yo lo había apagado —murmuró, sin confesar que, en realidad, lo había escondido en el armario. No quería parecer una loca.
—¿Es este el portátil? —Alex se acercó al escritorio y tocó con cuidado la carcasa—. Está caliente. Lleva encendido un buen rato.
En la pantalla había un documento de Word abierto. El título: “Reparación.docx”.
Alex leyó en voz alta la primera línea:
«Alex entrará en el apartamento y querrá ponerse a trabajar de inmediato. Kateryna estará de pie a su lado, con las manos en los bolsillos. Él preguntará: “¿Es este el portátil?”»
El técnico se giró hacia ella.
—¿Quién ha escrito esto?
—Yo… no lo sé.
—Si es una broma, no tiene gracia.
—¡No es una broma! Esto pasa todo el tiempo… Por eso le llamé. Tengo la sensación de que alguien me observa… y luego lo escribe todo.
—Bien, voy a comprobar si alguien tiene acceso remoto a su equipo.
Alex se sentó y empezó a trabajar en silencio, encorvado sobre la mesa. Sus dedos se movían con seguridad sobre el teclado. Kateryna se quedó a su lado unos minutos, luego se apartó, incapaz de soportar aquella tensión muda.
—Si encuentra algo raro, avíseme —dijo ella.
—De acuerdo —respondió él sin apartar la vista del monitor.
Kateryna fue a la cocina. Empezó a lavar los platos para distraerse. Pensó que quizá debería ofrecerle un café. Pero cuando cogió la tetera, oyó un ruido: no muy fuerte, pero seco, como un golpe. Luego otro, sordo, pesado, como si algo grande hubiera caído al suelo.
Corrió hacia la habitación.
—¿Alex? ¿Está bien?
Él seguía sentado frente al ordenador. Pero su postura había cambiado. El cuerpo estaba rígido, la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta y los ojos desorbitados. Sus dedos se aferraban con fuerza al borde de la mesa. Los músculos del cuello se movían bajo la piel, como si alguien lo estrangulara desde dentro.
—¡Alex! —gritó Kateryna, agarrándolo por los hombros.
El cuerpo estaba caliente y húmedo, como después de correr. Se sacudió violentamente, golpeó la mesa y un sonido ronco escapó de su garganta.
Kateryna, presa del pánico, miró la pantalla. Sobre el fondo blanco aparecían líneas de texto que se escribían solas, a gran velocidad:
«Él sobra aquí. Que se largue si quiere vivir. No lo necesitamos. Échalo. Que desaparezca. Si no se va, lo lamentará.»
Y así, hasta llenar toda la página.
—¿Qué le pasa? —Kateryna le tomó la muñeca; el pulso latía desbocado, irregular.
El técnico tembló. Aspiró bruscamente, como si acabara de salir del agua. Sus ojos recuperaron el enfoque.
—¿Usted… usted lo vio? —susurró, con la voz temblorosa por el miedo.
—¿Qué tenía que ver? ¿Qué ocurrió?
—Nada. Yo… tengo que irme. Ahora mismo. Lo siento, no puedo ayudarla.
Se levantó de un salto, agarró su mochila y salió casi corriendo del apartamento, sin siquiera mencionar el pago. La puerta se cerró de golpe, dejando en el aire una vibración que parecía un eco.
Kateryna se quedó quieta, tratando de controlar la respiración. Reunió valor y volvió a mirar la pantalla. El documento seguía abierto, tranquilo, inofensivo, como si nada hubiera pasado.
En el centro del texto solo quedaba una línea:
«Diagnóstico del dispositivo completado.»
El cursor parpadeaba al ritmo de los latidos de su corazón. Kateryna cerró la tapa del portátil y permaneció de pie, con los brazos colgando. Sentía que algo en la habitación había cambiado. El aire era más denso. La lámpara del escritorio parecía brillar con menos fuerza. En el silencio que la rodeaba, creyó oír una respiración muy cerca de ella.