Autor desconocido

4.

Kateryna caminaba deprisa, casi corriendo.

Llevaba el portátil en las manos, sin haber tenido tiempo siquiera de meterlo en una bolsa. Lo apretaba con tanta fuerza que el plástico se le clavaba en las palmas. No le importaba. Solo quería llegar cuanto antes al empeño. Solo quería deshacerse de él para siempre y olvidarlo, como una pesadilla.

Encontró la dirección sin dificultad. Empujó la puerta y entró. El aire tenía el mismo olor de antes: una mezcla de metal, polvo viejo y desinfectante barato.

Detrás del mostrador estaba el mismo vendedor.

—Otra vez usted —dijo sin sorpresa, sin levantar la vista del crucigrama que resolvía.

—Quiero devolver el portátil —murmuró ella, con voz ronca.

—No aceptamos devoluciones —respondió secamente.

—Entonces lo dejo en prenda. Es mío. Ustedes compran objetos de valor, ¿no?

—Le daré una miseria por él…

—¡No me importan los malditos dinero! —casi gritó Kateryna, conteniendo las lágrimas—. Solo quédese con él. Por favor.

El hombre suspiró. Parecía dispuesto a negarse, pero al verla —los ojos rojos, la mirada agotada, esa desesperanza absoluta— se detuvo. Le dio pena.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó mientras tomaba el portátil—. ¿No funciona bien?

—Funciona perfectamente. Solo que… —ella apartó la vista—. No quiero tenerlo en casa.

El hombre la observó un momento, luego miró el aparato.

—De acuerdo —dijo al fin—. Si no lo quiere, puedo devolverle parte del dinero.

—Gracias. Muchas gracias.

Abrió la caja registradora, sacó unos billetes arrugados y los dejó sobre el mostrador.

—Tome. No puedo darle más.

Ella no los contó. Simplemente los tomó y asintió. Ya se disponía a irse cuando él la detuvo.

—Espere —dijo—, tengo que encenderlo para comprobar que todo esté bien. Son las normas.

Kateryna apretó los puños. Era lo último que quería: ver ese aparato encendido otra vez.

—D-de acuerdo —balbuceó, obligándose a asentir.

El vendedor presionó el botón de encendido.

La pantalla se iluminó con una luz suave. El sistema arrancó de inmediato, sin demora.

En el escritorio había un documento de Word abierto. El título: “Intento de escapar”.

—Curioso —murmuró él, inclinándose—. Hay algo escrito. ¿Olvidó borrar sus archivos? Si quiere, puedo pasarlos a una memoria USB o enviárselos por correo.

—¿Qué dice? —preguntó Kateryna, dando un paso al frente.

En el fondo blanco, las letras negras formaban una sola frase:

«Te arrepentirás de esto.»

Las palabras no parpadeaban ni se movían, pero parecían vivas, como si no estuvieran escritas con teclado, sino trazadas a mano, con tinta aún húmeda.

—¡Bórralo! ¡BÓRRELO! —gritó Kateryna.

El hombre intentó cerrar el archivo. El sistema no respondió.

—Parece que se ha colgado —dijo con inseguridad.

Kateryna se quedó inmóvil, sin respirar.

—Bórrelo —susurró—. Borre todo lo que haya ahí.

—Ya voy —respondió él, pulsando varias teclas—. Tranquila.

La frase desapareció. El documento se cerró. El portátil volvió a parecer una máquina común y corriente.

—Listo —dijo el vendedor, alzando las manos—. Todo bien. Me lo quedo.

—Perfecto —dijo Kateryna—. ¿Puedo irme?

—Sí. Que tenga un buen día.

—Gracias.

Salió del empeño sin mirar atrás. Cuando la puerta se cerró tras ella, Kateryna sintió, por primera vez en mucho tiempo, que respiraba de verdad. Profundo. Libre. Sin el peso en el pecho ni el frío miedo que le habitaba bajo las costillas.

Caminaba despacio, relajada, y con cada paso sentía que el cansancio de los últimos días se disolvía poco a poco. Todo había terminado. Quedaba atrás. Los temores absurdos, las noches sin dormir, el parpadeo de la pantalla… todo aquello se desmoronaba como polvo.



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En el texto hay: maldicion, escritora, misitca

Editado: 09.10.2025

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