El otoño estaba siendo cálido y luminoso. Las calles brillaban después de la lluvia. Las hojas doradas caían despacio, girando en el aire. El sol era tan intenso que Marta tuvo que sacar de nuevo sus gafas de sol.
Caminaba ajustándose la bufanda. Su portátil había sufrido un accidente en la fiesta de la noche anterior: alguien había derramado cerveza sobre el teclado. No encendía, necesitaba reparación. Y todo ocurría en el peor momento posible. Tenía que haber entregado su trabajo de curso la semana pasada… ¿Cómo lo escribiría ahora? ¿Acaso iba a redactar más de cincuenta páginas a mano?
Marta decidió pasar por una casa de empeños y buscar algún portátil barato para poder ponerse a trabajar.
Al doblar la esquina, vio un grupo de gente. Dos coches de policía. Una ambulancia. Rostros asustados. Era extraño… en aquel pueblo, normalmente tan aburrido, nunca pasaba nada. La curiosidad pudo más, y Marta redujo el paso.
Los paramédicos sacaban una camilla cubierta con una sábana. ¿Alguien había muerto? Un mechón de cabello oscuro, femenino, se escapaba por un costado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Marta en voz baja a una mujer que estaba cerca.
—Era mi vecina, Kateryna —respondió la mujer—. Murió en circunstancias extrañas.
—¿Qué tan extrañas?
La mujer se inclinó un poco hacia ella.
—Anoche gritaba tan fuerte que el suelo temblaba. Y esta mañana volvió a pasar. Llamamos a la policía. Cuando llegaron y derribaron la puerta… encontraron el cuerpo. Llevaba muerta una semana.
—¿Una semana? ¿Pero… hoy todavía la escuchó?
—Sí. La escuché esta mañana, se lo juro. Solo Dios sabe lo que pasaba en ese apartamento.
Marta guardó silencio. Algo se le encogió dentro. Se arrepintió al instante de haber preguntado. Murmuró una breve muestra de pésame y siguió su camino.
El empeño parecía una cueva llena de tesoros. Marta esperaba que, entre todos aquellos objetos, encontrara justo lo que necesitaba.
El vendedor la recibió con una sonrisa amable.
—Buenos días. ¿Qué busca?
—Un portátil —dijo Marta—. Barato, pero que funcione.
—Tengo uno —respondió él, agachándose detrás del mostrador—. No es nuevo, ni rápido, pero trabaja bien. Y el precio es excelente.
Colocó el portátil frente a ella. Tenía el cuerpo algo rayado, un aspecto algo viejo, pero nada grave.
—No encontrará nada más barato —añadió el hombre—. Lléveselo.
Marta miró la etiqueta del precio.
—Es verdad, está muy bien —asintió—. ¿Funciona seguro?
Para demostrarlo, el vendedor presionó el botón de encendido. La pantalla se iluminó.
—¿Ve? —dijo, moviendo el ratón—. Todo en orden.
Marta sonrió.
—Perfecto. Envuélvalo, por favor.
Pagó parte de su beca y salió del local satisfecha. Primero pasaría por un café con su amiga, luego volvería al dormitorio del campus.
Ya en su habitación, Marta dejó el portátil sobre la cama. Levantó la tapa y estaba a punto de pulsar el botón de encendido… pero la pantalla se iluminó sola, antes de que llegara a tocarla.
En el escritorio había un documento, heredado del dueño anterior. Lo abrió. Dentro solo había unas pocas líneas:
“Marta. Estudiante. Su portátil se estropeó con cerveza. Hoy me compró A MÍ.”
Marta entrecerró los ojos.
—¿Qué demonios…? —murmuró.
Iba a cerrar el archivo, pero el cursor se movió por sí solo.
Apareció una nueva frase:
“Está sentada en su habitación, leyendo este texto, sin saber que su historia ya ha comenzado. Y el final ya está escrito. Será triste. Muy triste.”
Y el otoño continuó.
Tranquilo. Hermoso.