—El zapato le queda a la dama —anunció el soldado aún arrodillado frente a mí.
El Gran Duque no pareció sorprendido, a diferencia de mí, que no podían creerlo, no dejaba de observar la zapatilla en mi pie sin saber qué creer.
Enseguida me apresuré a decir con toda convicción que aquel zapato no era mío, sin embargo, mi madre me hizo callar pidiendo al Gran Duque unos minutos para prepararnos, pues debíamos acompañarle al palacio. El soldado quitó la zapatilla de mi pie, y nos informaron que esta sería probada nuevamente frente al rey.
Finalmente nos retiramos. Una vez fuera de la estancia y sin que hubiera la posibilidad de que los caballeros nos escucharan, mi madre me dio una buena regañina por mi respuesta ante el Gran Duque, y sin darme tiempo para responder, comenzó a decir en tono bajo, pero exclamativo, lo feliz que estaba de que aquella zapatilla le hubiera quedado a una de sus hijas. Acto seguido, pidió a Giselle que me ayudara a vestirme decentemente y se marchó hacia su habitación.
Mientras Giselle escogía uno de sus vestidos, pues según ella los míos eran demasiado simples para el palacio, mi mente viajó lejos. ¿Cómo era posible que me quedara aquella zapatilla? ¿Qué sucedería a partir de aquel momento? ¿Giselle se sentiría enojada porque había ocupado su puesto?
—Hermana, ¿cómo puede ser posible que me quede ese zapato? —pregunté a Giselle mientras me colocaba el vestido que mi hermana había elegido para mí—. Giselle, no puedo casarme con el príncipe —añadí con desesperación.
—Aveline, mi querida hermanita, sabes que no puedes resistirte a las órdenes del rey o las consecuencias podrían ser nefastas —respondió Giselle ayudándome a cerrar los numerosos botones del vestido—. Además, posiblemente el príncipe te rechace como a todas las damas anteriores —añadió dándome un poco de alivio.
—¿No te molesta que me haya quedado la zapatilla? —inquirí.
Me sentí extremadamente aliviada cuando ella negó con la cabeza. Si algo era peor que casarme con el príncipe Alexei, sería saber que mi hermana me odiaba por ello.
Una vez estuve lista me puse frente al espejo para ver mi transformación, y, efectivamente estaba bastante cambiada con aquel vestido verde lleno de volantes. Bajé junto a mi hermana hasta la sale de estar y los caballeros me miraron con perplejidad, como si no pudiesen creer que era yo.
Unos instantes después apareció mi madre ataviada con su mejor atuendo. Me miró de arriba a abajo y un gesto de conformidad se reflejó en su semblante. El viaje hacia el palacio duró alrededor de media hora, y en ese tiempo, mamá habló de tanto en tanto con los caballeros, en cambio, yo, no abrí la boca en ningún instante, estaba sumida en mis pensamientos y preocupaciones por el futuro que me esperaba si algo salía mal al llegar.
En el palacio fuimos conducidas por los lujosos corredores cubiertos por las mullidas alfombras rojas hasta un salón de paredes blancas y doradas, adornada con enormes cuadros de caballeros antiguos y reyes con vestimentas bien elaboradas y llamativas, además de la hermosa arañaba que colgaba del techo en medio del salón y los grandes ventanales en una de las paredes. El piso de aquella habitación se hallaba cubierto por una alfombra con estampados en colores rojos, azules y dorados, mientras que en el centro del salón había varios sillones y sofás de colores dorados y cojines del mismo color. En el fondo de la sala había un piano y cerca de la chimenea se hallaba un biombo del mismo tono dorado de los muebles. En el sofá más grande de la sala se encontraba sentado el rey con su imponente aspecto, aunque con una indumentaria más sencilla que la usada en el baile, y en un sillón adyacente, estaba el príncipe, quien revisaba unos papeles, hasta que levantó la cabeza hacia nosotros.
Hicimos una reverencia frente al monarca y su hijo, y seguidamente nos presentaron oficialmente. El rey nos pidió tomar asiento y una vez acomodadas en un sofá que quedaba frente al del príncipe, solo interrumpido por la mesa central, el rey hizo señal a uno de los criados para que probara la zapatilla nuevamente en mi pie.
—Perfecta —dijo el criado cuando el zapato estuvo en mi pie nuevamente, aún no podía creer lo perfecta que quedaba a mi pie, sin ser demasiado ancha o demasiado pequeña.
El príncipe Alexei enseguida se puso en pie y nos miró como si aquello le diera vergüenza decirlo, pero finalmente habló:
—Siento que hayan tenido que venir hasta aquí, pero debo decir que esto es un terrible error. Usted, señorita Kinstong, no es la mujer que busco.
Sus palabras no me decepcionaron para nada, al contrario, tuve que contener una sonrisa. Bajé la cabeza para disimular mi alivio, pensar que podía haberme casado con el príncipe había sido uno de los peores sustos que había recibido en la vida.
Me puse en pie con la disposición de marcharme del palacio, pero antes de dar un paso más, las palabras del rey me frenaron.
—¡Se acabó! —exclamó el soberano poniéndose en pie con una expresión exasperada—. No rechazaras a una nueva señorita, te casaras con la señorita Kinstong, hija de Lord Kinstong, y no se hable más —anunció haciendo que lo mirará con espanto, no, no esto no estaba sucediendo.
—Pero, Majestad, el zapato no es mío, aunque me quede —respondí ante una mirada de desaprobación de mi madre.
—¡Osa desafiar mis palabras! —dijo el rey con un enojo latente en cada una de sus palabras.
Su voz autoritaria me hizo bajar la cabeza y solo fui capaz de negar con la cabeza mientras observaba el suelo, nunca había visto a una persona tan enojada, ni siquiera a mi padre cuando mamá lo sacaba de quicio o viceversa.
—Entonces, todo está aclarado, la boda se realizará dentro de dos meses —habló nuevamente el rey, pero esta vez con un tono de voz más bajo, aunque aún se denotaba su enojo—. Vivirá aquí durante ese tiempo, ya que debe ser instruida como futura princesa —añadió dirigiéndose a mí, aunque yo solo alcé la mirada levemente antes de asentir con la cabeza.