Hark how the bells,
Sweet silver bells,
All seem to say,
Throw cares way
El cántico de los villancicos era rápido pero al mismo tiempo amable y armonioso. Anunciando la llegada del Salvador a la Tierra, entre campanas, guitarras y flautas, los niños del coro andaban de casa en casa como cada año, vistiendo sus mejores rompas invernales y con un librito de canciones consigo. Algunos incluso ni siquiera llevaban instrumentos y usaban solamente sus vocecillas. Sus mejillas se enrojecían por el frío, sus botas estaban salpicadas de nieve. Atesoraban especialmente, cuando la gente les daba chocolate caliente o galletitas recién horneadas. La personas estaban contentas de poder escuchar sus hermosas melodías una vez más anunciando la llegada de Jesús al mundo y no menos importante, la visita de Santa Claus. Les daba golosinas de la época, galletas y bebida; y así en todo el vecindario y al rededor de todo el país. Particularmente en Reevetown, Nueva Jersey, la época navideña no era muy diferente a otros sitios de Estados Unidos.
La gente se apresuraba a hacer sus compras de último minuto. Algunas tiendas ya habían cerrado, otras se habían quedado sin productos. Mientras el Departamento de Obras Públicas de Reevetown se encargaba de quitar la nieve con sal, los habitantes del pequeño pueblo ponían también de su parte paleando la entrada de sus casas o las aceras. Había decoraciones por todas partes y una onda gélida recorriendo de aquí para allá, congelando el agua y formando picos de hielo en las hojas de los árboles. La iglesia católica de la localidad se había llenado de cientos de adornos navideños: luces, guías y flores de noche buena por todas partes, sin mencionar el enorme pino de diez metros de altura en el patio principal y junto a este un Belén a tamaño real con una cuna vacía esperando a que fuese acostado el Niño Dios durante la media noche del 25 de diciembre.
Y aunque la época navideña en Reevetown era posiblemente una de las más bonitas en todo el año, no estaba ajena tampoco a los cambios de ánimo de la gente típicos de las fechas decembrinas. Mientras el Señor Thompson, el principal enfermero del hospicio Saint Teresa, se disfrazaba de Santa y vendía bastones de caramelo para reunir fondos para el lugar, la Señora Walker, una vieja amargada y solitaria, fantaseaba con poder morirse de frío e irse al infierno de una maldita vez. Como estaba sola y no tenía a nadie, confiaba que eso pasaría. Eso o alguien se metería a su casa disfrazado de Santa para robarle sus cosas y con suerte y le pegaba un tiro o le rajaba la garganta. Simplemente quería irse y dejar aquella mierda. Ellos no eran los únicos con buenos o malos pensamientos. Debbie Hallorann estaba emocionada por poder reunirse con sus suegros por primera vez en las fiestas. Quería probar el famoso pavo al horno que preparaba la Señora Hudson, la mamá de su novio. Con suerte y cantaban toda la noche o veían un clásico navideño en la televisión. Por otro lado también estaba Peter Kringle, el mariscal de campo de la Reevetown High School. A pesar de sus logros en los deportes, su familia pensaba que era un fracasado que no servía para nada más que para jugar con la pelotita. Navidad específicamente, le ponía terriblemente mal: sus padres preparaban una cena modesta, nada de extravagancias ni ninguna tontería. No comían pavo, sino pollo. No había villancicos ni películas de la época; si tenían suerte a la mañana siguiente había regalos. Navidad era un día más en el calendario. Y Peter se sentía mal por ello. Aquellas fechas era para estar unidos y felices con la familia, pero en su casa no era así. Él simplemente quería irse a otro lado, con sus amigos o con otra familia, pero no ahí. El año anterior se intentó suicidar con pastillas, pero no funcionó. Solamente consiguió una infección estomacal.
Podría segur y seguir. Todo era exactamente igual en todas partes. Mientras unos gozaban otros sufrían. Mientras algunos vivían y esperaban a Jesús, otros iban personalmente a buscarlo. Las vigas tenían un peso extra, las medicinas de todo tipo se consumían en exceso hasta salirse por la boca de la gente en forma de espuma; algunos usaban navajas y no precisamente para rasurarse, otros optaban por salir al exterior y morir de frío. Los más desesperados únicamente hurgaban en su cajón o en el armario y buscaban su vieja escopeta o su vieja pistola. Jalaban el gatillo. Adiós.
Aquel día todos los niños esperaban con ansias a Santa. ¿El niño Jesús?
¡Que le den!
Ellos querían a Santa Claus. Habían hecho su esfuerzo todo el año por ser buenos, por sacar buenas calificaciones y por no meterse en problemas. Algunos no habían cumplido aquello, sin embargo, los días próximos al 24 de diciembre eran como angelitos. No importaba si empezabas a portarte bien dos días antes de Navidad, igual tenías regalos.