Ayúdame, Gabriel.
La voz era tan cálida. Lo hacía sentir mejor, como si fuera un abrazo. Era la sensación que se tiene cuando bebes chocolate caliente, o como cuando tu mamá te da un beso. O como cuando sacas una buena calificación y recibes un premio. Era la sensación de todo lo bueno.
Ayúdame o no podré nacer.
Gabriel ya no tenía frío. Se sentía seguro. Así pues, se alejó de la ventana y caminó despacio hasta la cocina. Los niños cantores se habían ido y su madre había puesto música en su reproductor. Estaba sonando Jingle Bells, una versión reciente de algún cantante de rap que a decir verdad, al niño le disgustaba un poco. Si la versión original ya sonaba horrible, aquella sonaba peor.
Mátalo(s) a Santa (todos)
Mamá y papá estaba riendo de un chiste que había contado el Tío Al. La tía Jenny bebía ponche de huevo. No habían comenzado a comer. Aún era temprano y su familia acostumbraba a comer hasta la media noche, cuando nacía Jesús. Rezaban una pequeña oración y después devoraban el pavo como zopilotes a un cadáver. A Gabriel le daban algo ligero y después lo mandaban a la cama, porque venía Santa Claus.
El pequeño se paró en el umbral de la puerta y miró a todos, serio. La familia sonrío, en especial su Tío Al, quien no le había despegado el ojo desde que llegó la tarde del día anterior. Como cuando él iba a la juguetería y veía algo que le gustaba. Era exactamente igual. Sintió una vez más el aliento de Jesús en su nuca.
Él te desea, Gabriel.
No entendió. ¿Desearlo? ¿Quería que fuera su hijo o algo así?
Cuídate de Al. Mátalo, Gabriel. Envíamelo.
—¡Hola, hombrecito!—lo saludó Al acercándose rápidamente. Le revolvió el pelo y se echó para atrás. El niño seguía como estatua—. ¿Nervioso por Santa Claus?—preguntó.
Silencio.
—Gabriel, tu tío te está hablando—señaló papá.
—Déjalo—Al hizo un gesto indiferente con la mano—. Así son todos los niños a esa edad. ¡No dicen ni pío!—se carcajeó.
—Ya deberías estar en la cama, jovencito—mamá lo miró—. Recuerda que si no te duermes temprano no vendrá Santa.
No quiero que venga, pensó Gabriel. Pero tenía que venir. Tenía que venir por su merecido. Ya no habría más niños desaparecidos. Ya no habría navidades falsas ni regalos superfluos y superficiales. Solo Jesúsjesúsjesúsjesús.
—No quiero ir a dormir, mami—dijo Gabriel con pesadez.
—Pues tendrás que dormir. Anda, ven conmigo.
Caminaron hasta la habitación del niño. Estaba oscura, apenas iluminada por una lamparita de Diamond Man, su superhéroe favorito. Su primera navidad le había encargado a Santa la figura de acción de Diamond Man con luces led, sonido y movimiento extremo. Sin embargo, Santa le trajo a Max Steel. Odiaba a Max Steel tanto como odiaba a Santa Claus. Santa era malo, Santa era el Diablo y amaba decepcionar a los niños como él.
Mamá arropó a Gabriel. Le dio un beso en la frente y le deseó las buenas noches. "Duérmete temprano, mi vida", le dijo desde el umbral de la puerta; sonrió y se fue. Estaba solo. Podía escuchar como afuera seguían cantando esa fastidiosa música. Se escuchaba también el ulular violento de la tormenta de nieve que caía aquella noche. Pensó en Jesús. Necesitaba su guía en ese momento, pero no estaba.
Cracccccck
La puerta crujió. Lentamente comenzó a abrirse. Era él: Santa Claus. Había venido para convertirlo en una galleta y devorarlo. Él tenía la culpa, por estar despierto. Estaba condenado. Se hizo pipí.
Hizo el ridículo.
No era Santa. Kyle apareció en la puerta, sonriendo maliciosamente. Llevaba puesto un sombrero de duende y olía a alcohol. Probablemente llegaba de la fiesta navideña de Emma Walker. Ella era una zorra, una zorra a la que le gustaba que le dieran por el culo. Quizá y hasta Kyle ya se la había cogido, tal vez incluso hasta le había pasado una enfermedad. Por imbécil, por malo y ebrio. Con suerte y en un rato más mamá lo regañaba. ¿Qué clase de buen hijo se embriaga en navidad?