Isabella despertó en mitad de la noche con el corazón palpitando al ritmo de un tambor invisible. Una fuerza, algo más allá de la lógica o el entendimiento humano, la había sacado del sueño. Su cuerpo aún temblaba por la intensidad del sueño que la había atrapado: una figura envuelta en fuego dorado se debatía entre alas rotas y un cielo dividido.
—Azrael… —susurró al incorporarse.
Desde su desaparición, cada noche era una lucha. La gente aún acudía a ella en busca de consuelo, como si su cercanía con el arcángel la hiciera sabia. Pero Isabella no se sentía fuerte. Se sentía partida. Un alma que buscaba sentido entre cenizas.
Salió de su habitación y caminó por los pasillos del refugio improvisado. Muchos dormían. Algunos lloraban en silencio. Otros oraban. El mundo parecía suspendido en una calma falsa, como si algo grande estuviera por venir.
Al llegar a la capilla —una vieja biblioteca ahora adornada con símbolos de fe—, se encontró con Elías, quien estaba de rodillas frente a una vela encendida.
—No puedes dormir tampoco —dijo Isabella suavemente.
El joven la miró. Sus ojos oscuros habían cambiado desde la batalla. Había algo en él… algo distinto.
—He tenido sueños —admitió—. Sueños donde Sariel me habla… donde veo un cielo roto y voces llamándome por un nombre que no recuerdo.
Isabella se sentó a su lado, el corazón doliéndole por dentro.
—¿Crees que estás cambiando?
—Creo que todos lo estamos —respondió Elías—. Desde que Azrael se fue, la línea entre lo divino y lo humano es más delgada. Lo siento en la piel… en el alma.
Isabella lo miró detenidamente. A veces pensaba que Elías no era solo un joven bendecido, sino un eslabón oculto entre los mundos.
—¿Crees que Azrael aún está vivo? —preguntó con voz trémula.
Elías asintió sin dudar.
—No solo está vivo… nos está escuchando.
En el plano intermedio…
Azrael caminaba entre ruinas flotantes. El limbo en el que se hallaba era una mezcla entre memorias y profecías. Allí no existía el tiempo como los humanos lo entendían, pero cada paso que daba lo acercaba a su verdad.
Había sido puesto a prueba. Había visto las grietas de su fe. Había amado… y había caído.
Pero ahora, una nueva fuerza se gestaba dentro de él: determinación.
Se detuvo frente a un espejo suspendido en el aire. Su reflejo no mostraba su forma angelical, ni su forma humana, sino una mezcla de ambas. Era él… pero también algo nuevo.
Entonces, una presencia lo rodeó. Una luz más intensa que la de Uriel. Una energía que se sentía como un padre, pero también como un juicio ineludible.
—¿Estás listo para enfrentar el juicio final, Azrael? —preguntó una voz que provenía de todas partes.
—Si eso me permite volver a ella… a mi propósito, sí —respondió sin miedo.
La luz lo envolvió y lo arrastró hacia una tormenta de recuerdos: cada vez que dudó, cada vez que deseó escapar, cada vez que amó más de lo que debía. Pero también lo mostró sosteniendo a niños moribundos, salvando pueblos, dando esperanza a los perdidos. Lo mostró humano.
—Tu pecado fue amar… —dijo la voz—. Pero también fue tu salvación.
—Y volvería a hacerlo —dijo con voz firme—. Porque fue el amor lo que me hizo ver la verdad: la humanidad merece redención, porque aún sabe amar.
Silencio.
Entonces, una grieta de luz se abrió en el horizonte del limbo.
En la Tierra…
Sophie encontró un viejo códice escondido en el sótano de la iglesia destruida. Las letras estaban escritas en un idioma que no debía comprender, pero que su alma entendía.
—El equilibrio será restaurado… cuando el elegido regrese no como ángel, ni como hombre, sino como el puente entre ambos.
Sintió un escalofrío.
Entonces supo que Azrael volvería. Y con él, el destino del mundo cambiaría para siempre.
Y en los cielos, Sariel, de pie sobre un altar oscuro, sintió un estremecimiento.
—Está despertando… —murmuró.
—Entonces debemos adelantarnos —respondió otra voz desde las sombras—. Antes de que el amor vuelva a tener poder.
La guerra no había terminado.
Había comenzado.