Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 8: El murmullo del abismo

La noche cayó sobre la aldea como un manto pesado de incertidumbre. Aunque las estrellas brillaban en lo alto, una bruma densa se deslizaba entre los árboles, cubriendo los senderos con un velo misterioso. Los habitantes dormían inquietos, muchos de ellos tras haber escuchado las palabras de Elías y los susurros de Azrael en la plaza central. Algo había cambiado, y todos lo sentían.

Azrael permanecía en la cabaña junto a Isabella, su cuerpo aún debilitado por las heridas del enfrentamiento con Sariel, y su espíritu dividido entre la luz que lo había creado y el mundo que comenzaba a amar.

—¿Puedes sentirlo? —murmuró él, observando la ventana, donde la neblina parecía susurrar su nombre—. Algo se mueve más allá de nuestro alcance.

Isabella se acercó y tomó su mano, sus dedos cálidos sobre los de él.

—Sí —respondió con firmeza—. Y no estás solo. No ahora.

Azrael cerró los ojos por un momento. El contacto de Isabella era como un faro en medio de la oscuridad, pero en lo profundo de su ser, algo más se agitaba. Recuerdos de su tiempo en el Cielo, fragmentos de un juicio inacabado, voces que hablaban en lenguas antiguas… y entre todas ellas, una: Sariel.

A kilómetros de distancia, en una llanura olvidada por el tiempo, Sariel observaba un altar antiguo. A su alrededor, sombras de seres caídos lo rodeaban. Su mirada era gélida, sin emoción.

—La herida no lo detendrá por mucho tiempo —murmuró, dirigiéndose a una figura encapuchada—. Necesitamos más que dolor físico para doblegarlo.

La figura, envuelta en un aura oscura que parecía robar la luz a su alrededor, asintió.

—Los humanos son su debilidad. Isabella es la grieta en su armadura celestial.

Sariel apretó los puños. Aunque el odio lo impulsaba, una chispa de duda brilló en sus ojos. ¿Y si él también se había equivocado?

¿Y si el amor realmente era el puente entre dos mundos?

Carter, por su parte, recorría la frontera del bosque con una linterna en mano. No podía ignorar las señales: animales huyendo de la zona, árboles con marcas extrañas, y esa sensación persistente de estar siendo observado.

—Esto ya no es una simple batalla espiritual —dijo en voz baja, apuntando con su linterna hacia una figura de piedra que parecía recién tallada, con símbolos antiguos que palpitaban tenuemente—. Algo está despertando.

Elías apareció desde las sombras, como si la tierra lo hubiera llamado.

—Los sellos están debilitándose —confirmó con gravedad—. El equilibrio entre los mundos se está rompiendo. Y si eso ocurre, no habrá línea entre cielo, tierra… o infierno.

—¿Azrael lo sabe? —preguntó Carter.

—Lo siente —respondió Elías—. Pero aún no está listo para aceptarlo.

Esa misma noche, Isabella tuvo un sueño. Se vio a sí misma en un campo blanco como la nieve, rodeada de plumas negras que caían del cielo. En medio del campo, Azrael y Sariel se enfrentaban otra vez, pero esta vez, el rostro de Azrael no mostraba compasión… sino duda.

Cuando despertó, un escalofrío recorrió su espalda. Azrael no estaba en la cama.

Salió corriendo, solo para encontrarlo arrodillado bajo la lluvia fina que caía en el claro. Su rostro alzado al cielo, sus alas extendidas.

—¿Qué haces? —preguntó Isabella, corriendo hacia él.

Azrael abrió los ojos, llenos de una luz tenue.

—Estoy intentando recordar quién soy. No como arma. No como mensajero. Como… hombre.

Isabella se arrodilló frente a él, sus manos sobre las de él.

—Eres ambos. Y eso es lo que te hace fuerte.

Azrael la miró, sus ojos cargados de emoción.

—Si alguna vez me pierdo… prométeme que tú me recordarás.

—Te lo juro —respondió ella, con lágrimas mezcladas con la lluvia—. Siempre.

Desde las alturas, una grieta invisible comenzó a abrirse entre los planos. Las fuerzas que aguardaban, tanto de luz como de oscuridad, tomaban sus posiciones. La guerra no sería como las anteriores. Esta vez, la humanidad misma era el campo de batalla… y Azrael, su esperanza final.




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