Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 9: La grieta en los cielos

La lluvia persistente caía sobre el bosque, dibujando caminos de plata en las hojas mientras el sol apenas asomaba entre las nubes densas. Isabella y Azrael regresaron a la cabaña en silencio, sus ropas empapadas, pero sus almas más entrelazadas que nunca.

Dentro, junto al fuego que Azrael encendió con un simple gesto de su mano, Isabella lo observaba en calma. Sus alas seguían húmedas, extendidas parcialmente mientras se secaban, pero no era solo su apariencia lo que había cambiado… era su mirada. Azrael parecía más humano que nunca, y al mismo tiempo, más divino.

—No recuerdo haber sentido algo así antes —dijo él, su voz baja y grave—. Esta mezcla de temor y certeza. Como si algo inmenso se avecinara, y aún así, no quisiera estar en otro lugar que no sea aquí… contigo.

Isabella se acercó, sentándose frente a él. Le tomó una mano, firme, cálida.

—Porque este es tu lugar. Porque por primera vez, estás eligiendo desde tu esencia, no por mandato celestial.

Azrael asintió lentamente. Luego, con una seriedad que heló el ambiente, habló:

—Algo se rompió. Cuando desperté bajo la lluvia, sentí un eco en los cielos… una grieta. No fue solo una metáfora. Los planos están comenzando a mezclarse. Hay seres que deberían permanecer dormidos… y no lo están.

Isabella tragó saliva. —¿Crees que Sariel lo provocó?

—Él fue la chispa, pero hay algo más. Antiguo. Viejo incluso para nosotros, los arcángeles. Lo sentí cuando estuve entre mundos… voces que nunca antes había escuchado. Gritaban tu nombre, el mío… como si ya conocieran el desenlace.

La tensión creció cuando un golpe seco resonó en la puerta.

Azrael se puso de pie de inmediato, sus alas envolviéndolo con autoridad. Isabella se levantó tras él, temerosa. Cuando Azrael abrió la puerta, el rostro de Elías apareció, pálido, con gotas de sangre seca en el cuello de su camisa.

—Tenemos que movernos. Ya. —Su voz era urgente—. El pueblo ha sido atacado. No por Sariel… por algo que se arrastra entre dimensiones. No se ve… se siente.

Azrael salió sin pensarlo, Isabella tras él.

Cuando llegaron, el pueblo estaba en silencio. Demasiado. Las casas abiertas, los objetos caídos, y un leve aroma a azufre mezclado con humedad en el aire. En el centro, un círculo oscuro quemado sobre la tierra vibraba con energía residual.

—Esto no fue obra de demonios comunes —dijo Azrael, arrodillado junto al círculo—. Esto es un llamado… un sello. Están intentando abrir un umbral.

—¿A dónde? —preguntó Isabella.

—No a un “dónde” —respondió Elías—. A un “cuándo”. Están buscando acceder a los momentos olvidados, a los errores del tiempo. Cambiar el curso de las cosas. Si logran abrir ese paso, podrían reescribir el destino… incluso borrar a Azrael del tejido mismo de la existencia.

Isabella palideció. Azrael, sin embargo, se mantuvo firme.

—Entonces no lo permitiremos.

Esa noche, Azrael reunió a los fieles, a los sabios, a los que aún conservaban la esperanza. En la vieja iglesia del pueblo, delineó con fuego celestial un nuevo círculo de protección. Los que quedaban lo rodearon con velas, oraciones y cantos antiguos.

Azrael habló con una fuerza que hizo temblar las paredes:

—Esta batalla no será de espadas. Será de fe. De resistencia. De amor. Porque el enemigo no quiere destruir el mundo… quiere corromper su esencia, quitarle el alma. Y nosotros... nosotros somos el alma.

Isabella lo observó desde atrás, con lágrimas contenidas. En ese momento supo que su amor por él no era solo un consuelo. Era una razón. Una fuerza que lo sostenía.

Y entonces, desde los cielos, la grieta se abrió más.

Una luz oscura emergió de ella, como un velo ondulante. Del otro lado, no había fuego ni sombras… había vacío.

Y desde ese vacío, una voz surgió.

—Azrael… ¿sigues creyendo que puedes salvarlos?

El capítulo se cerraba con un estruendo mudo, con una promesa que colgaba en el aire como una sentencia.

Azrael la escuchó… y no retrocedió.

—Sí —susurró—. Aún lo creo.




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