La luz era cegadora al principio. No era la brillantez cálida del sol ni el resplandor divino de los cielos. Era una luz antigua, pura… y al mismo tiempo dolorosa. Como si cada partícula brillara con la memoria de una culpa olvidada.
Isabella fue la primera en abrir los ojos.
El paisaje ante ella no se parecía a nada que hubiera conocido.
Era un valle cubierto de niebla dorada, donde los árboles no tenían hojas, sino fragmentos de cristal que susurraban al chocar entre sí. A lo lejos, montañas flotaban suspendidas, desafiando las leyes de la gravedad y del tiempo. Todo estaba en calma, pero no era paz lo que se sentía. Era un silencio contenido. Como el aliento antes de un grito.
—¿Dónde estamos? —preguntó, girándose hacia Elías.
Pero Elías no estaba.
Tampoco Azrael.
—¿Azrael? —llamó, su voz temblorosa rebotando en la niebla.
Y entonces lo vio.
A unos metros, de pie frente a un estanque cristalino, Azrael contemplaba su reflejo. No llevaba armadura ni alas. Vestía como un hombre. Como uno de ellos. Su cabello estaba más largo, su rostro más joven, pero sus ojos… esos ojos seguían siendo los mismos.
Isabella corrió hacia él, pero justo cuando estuvo a punto de tocarlo, el paisaje cambió.
De golpe.
Estaban en otro sitio.
Una ciudad antigua, construida sobre mármol y fuego. El cielo era morado, la tierra de oro. Ángeles y humanos convivían, pero no en armonía. Había tensión. Miedo. Expectativa. Como si algo estuviera a punto de romperse.
Azrael caminaba por las calles, rodeado de miradas que lo seguían con recelo.
—Él es el elegido —susurraban algunos—. El que se opone al decreto.
—Está maldito —decían otros—. Su compasión será nuestra ruina.
Isabella entendió entonces: estaba viendo un recuerdo.
Un pasado enterrado.
Azrael se detuvo frente a un templo en ruinas. Entró solo.
En el altar, una figura lo esperaba.
Era ella.
Sophie.
Su cabello era como el fuego, su mirada dulce… pero cargada de una tristeza infinita.
—No deberías haber venido —susurró ella.
—No podía quedarme sin verte una última vez —respondió él.
—Te van a desterrar. Y lo sabes.
—No por amarte. No por creer que el libre albedrío no es una maldición.
Sophie se levantó. Avanzó hacia él. Sus dedos rozaron los de Azrael con ternura.
—Te amo —dijo ella.
—Y yo a ti —respondió él, bajando la mirada—. Pero no puedo quedarme. No puedo elegirte sobre el mundo.
Ella asintió, conteniendo las lágrimas.
—Entonces ve. Pero recuerda lo que fuimos. Porque cuando llegue el momento… ese recuerdo podría salvarte.
Y con un beso leve, ella desapareció. Se deshizo como bruma. Como un eco.
Isabella cayó de rodillas, sus emociones hechas trizas.
—Entonces… ella fue su primer amor —susurró—. Y lo perdió por defender a la humanidad…
Una voz la hizo girar.
Era Azrael. El verdadero. El de ahora.
—Lo hice por todos. Pero también por ella. Porque me enseñó que sentir no era una debilidad… sino una elección divina.
—¿Y por mí… qué elegirás esta vez?
Azrael se acercó. Sus ojos estaban húmedos, pero firmes.
—Esta vez, no dejaré que el mundo decida por mí. Esta vez… lucharé por ambos.
El viento se alzó. La escena comenzó a desvanecerse. Isabella se aferró a Azrael mientras el recuerdo se deshacía en luz.
—¿Qué fue eso? —preguntó ella, cuando todo quedó en blanco.
—La parte de mí que más temía. La que me hacía humano.
—¿Y ahora?
Azrael la miró con fuerza renovada.
—Ahora soy todo lo que fui. Y todo lo que puedo llegar a ser. Porque solo con cada parte de mí… podré enfrentar lo que se avecina.
Desde la niebla, una figura apareció.
Elías.
—El Velo… se ha enterado de que lo recuerdas. Viene por ti. Y no lo hará solo.
Azrael apretó los puños.
—Que venga.
Porque esta vez, no lucharía solo. Esta vez, lo haría con cada parte de su alma… y con ella a su lado.