La calma que había seguido a la noche que selló la unión de Isabella y Azrael pronto se vio interrumpida por un cambio en el aire. Un presagio intangible danzaba sobre la superficie del mundo, como si los hilos del destino comenzaran a tensarse con una urgencia nueva.
Azrael despertó primero. Estaba recostado de lado, observando el rostro de Isabella, quien dormía con una paz que él había temido nunca volver a ver en ella. La había protegido, sí. Pero sabía que esa paz era apenas un respiro, el ojo de la tormenta que se acercaba con pasos cada vez más audibles.
—Despierta, mi amor —murmuró, acariciando su mejilla con la yema de los dedos.
Isabella abrió los ojos lentamente y sonrió, pero la expresión de Azrael no correspondía a la calidez de la suya.
—Algo viene —dijo él con voz grave—. Puedo sentirlo.
Esa mañana, el cielo amaneció cubierto por una neblina espesa que parecía salir de las entrañas mismas de la tierra. Las hojas no crujían al viento. Los pájaros no cantaban. Era como si todo el mundo contuviera la respiración.
Azrael decidió marchar con Isabella hacia el antiguo santuario en lo alto de las colinas, el mismo donde siglos atrás había recibido sus primeras misiones del Cielo. Allí, esperaba encontrar respuestas. Pero también sabía que podrían hallar algo más: una revelación.
Mientras ascendían entre árboles que parecían susurrar entre ellos, Isabella sintió un zumbido leve en el pecho. El colgante que Azrael le había entregado tiempo atrás, una joya formada de una pluma celestial, brillaba tenuemente con un resplandor dorado.
—Está reaccionando a algo —dijo ella, tomándolo entre sus dedos.
—A una presencia —afirmó Azrael—. No estamos solos.
Llegaron al santuario antes del mediodía. Era una estructura abandonada, de piedra blanca ahora cubierta por raíces y musgo. Pero al ingresar, las paredes parecieron vibrar con una energía ancestral, como si los ecos de los ángeles que una vez caminaron por sus pasillos aún vivieran allí.
Frente al altar, una figura los esperaba. Vestía un manto gris, su rostro oculto por una capucha. Cuando habló, su voz era masculina, pero parecía contener muchas otras voces superpuestas.
—Has desobedecido, Azrael. Te alejaste de tu propósito.
—Me acerqué a él —respondió el arcángel, sin bajar la mirada—. Amar a un humano no me hace menos ángel. Me hace más consciente del precio de las decisiones.
El desconocido bajó la capucha. Su rostro era el de Uriel, el Custodio de las Puertas del Tiempo.
—El equilibrio está roto. Las fuerzas que creías dormidas están en movimiento. Sariel no actúa solo.
—¿Quién más? —preguntó Azrael, apretando los puños.
Uriel se acercó al altar y colocó sobre él un pergamino que ardió al instante, revelando una visión suspendida en el aire: ciudades envueltas en sombras, ángeles caídos descendiendo sobre pueblos, y en el centro de todo… un trono vacío.
—Dios ha guardado silencio, Azrael. Y hay quienes interpretan ese silencio como abandono.
Un escalofrío recorrió la espalda de Isabella. El vacío de la visión parecía absorber todo calor, toda esperanza. Pero Azrael no retrocedió.
—Si Dios calla, entonces yo hablaré por Él. Con mis acciones. Con mi vida.
Uriel lo miró con una mezcla de compasión y advertencia.
—Entonces prepárate. Porque lo que viene… no será una guerra, será un juicio. Y todos serán parte de él.
El eco de esas palabras quedó suspendido en el aire mientras el santuario comenzaba a temblar levemente. Piedras se desprendían, raíces se contraían. Afuera, los cielos oscurecían.
Isabella tomó la mano de Azrael, decidida.
—No importa lo que venga. Estoy contigo. Hasta el final.
Azrael besó sus dedos, y sus alas se desplegaron con firmeza.
—Entonces vamos al encuentro del juicio. No para huir, sino para enfrentarlo juntos.
Y con eso, salieron del santuario. El día estaba muriendo, pero no de forma natural. Algo lo estaba devorando. Y en la penumbra, los ecos del juicio final comenzaban a rugir.