La lluvia había cesado, pero el cielo permanecía encapotado, como si el mundo contuviera el aliento. Isabella despertó envuelta en los brazos de Azrael, su respiración tranquila, su calor aún anclándola a una realidad que parecía quebrarse con cada nuevo amanecer.
En el exterior, el bosque murmuraba. Ya no era solo el canto de los pájaros o el susurro del viento. Había algo más… un eco vibrante, una energía invisible que recorría la tierra, como si la propia naturaleza percibiera el desequilibrio que se gestaba.
Azrael se incorporó en silencio, observando el horizonte. Desde el encuentro con los ancianos del Valle y la extraña intervención de la niña luminosa, algo había cambiado en él. Sus ojos dorados, antes serenos, ahora brillaban con una intensidad que rozaba lo peligroso.
—Están despertando —susurró, como si hablara con fuerzas invisibles.
Isabella se sentó a su lado.
—¿Quiénes?
—Los antiguos. Los guardianes celestiales que se ocultaron cuando el mundo se volvió demasiado oscuro para su luz. Pero también… otras criaturas, aquellas que fueron desterradas del Edén por su ambición.
Ella lo miró, incrédula.
—¿Crees que vendrán a ayudarnos… o a destruirnos?
Azrael no respondió de inmediato. Cerró los ojos y dejó que su percepción angelical se expandiera. Sintió presencias al norte, donde el hielo nunca se derretía; otras al este, ocultas en desiertos olvidados por el tiempo. Pero también detectó sombras. Oscuras, fragmentadas… hambrientas.
—Dependerá de qué lado de la historia elijan esta vez.
Mientras tanto, en los pasillos celestiales…
Sariel caminaba entre columnas de luz resquebrajada. Su armadura ya no relucía con el fulgor de antes. Su semblante estaba endurecido, los labios tensos por las decisiones tomadas.
—¿Dudas? —preguntó una voz grave detrás de él.
Sariel giró, encontrándose con Metatrón, el escriba eterno.
—No. Pero cada paso que damos nos acerca más al punto sin retorno.
—El equilibrio debe restaurarse —respondió Metatrón con calma—. Incluso si eso significa destruir lo que una vez defendimos.
Sariel asintió, pero una sombra se cruzó por sus ojos.
—¿Y si el amor que él siente por esa humana… no es una corrupción, sino una evolución? ¿Y si estamos juzgando el futuro con ojos del pasado?
Metatrón lo miró con gravedad.
—Entonces, ambos seríamos culpables de ceguera. Pero la orden ya fue dada. Tú debes ser la espada.
Sariel se alejó en silencio. Pero en su corazón, la duda comenzaba a germinar… y en los cielos, una grieta se agrandaba.
De vuelta en la Tierra…
Isabella y Azrael bajaron hacia el pueblo. Los rostros que los miraban ya no eran solo de temor o reverencia: eran de esperanza.
—Algunos de ellos sueñan contigo —dijo Isabella—. Me lo han dicho. Dicen que en sus sueños los salvas, que cantas palabras que no comprenden pero que los sanan.
—Tal vez… porque parte de mí aún recuerda cómo hacerlo.
Esa noche, el templo de piedra volvió a iluminarse. Esta vez, no por fuego o relámpago, sino por cientos de velas que los aldeanos encendieron voluntariamente. Todos se reunieron, y cuando Azrael apareció, se hizo un silencio reverente.
Pero en medio de la multitud, una mujer con túnica negra y cabello blanco lo miró fijamente. Sus ojos eran completamente negros, y una sonrisa extraña curvaba sus labios.
—La guerra se acerca, ángel —susurró—. Y no todos los que vienen, vienen para luchar contigo.
Azrael la reconoció al instante. No por su forma, sino por su esencia.
Una nephilim.
Los hijos de los caídos también estaban despertando.