El cielo se tornó gris en el horizonte, no por la lluvia, sino por la promesa de algo más. El aire en la cabaña era denso, como si cada respiración costara un precio invisible. Azrael se encontraba junto al ventanal, con la mirada fija en el bosque. Isabella lo observaba desde la mesa, con una taza de infusión entre las manos, sintiendo que algo, aunque no tangible, había cambiado.
—Desde que regresaste —dijo ella suavemente—, pareces más... humano.
Azrael giró el rostro lentamente hacia ella, con una media sonrisa nostálgica.
—Y eso me aterra más que enfrentar a legiones de sombras.
Isabella se levantó, se acercó y le tomó la mano.
—No estás solo. Esta vez no.
Las palabras resonaron más allá de los muros. En lo alto del cielo, una figura alada descendía con rapidez. Azrael se tensó. Lo sintió antes de verlo. Naharael.
El arcángel aterrizó con la fuerza de un trueno, haciendo que el suelo retumbara. Su armadura resplandecía, pero su rostro reflejaba una mezcla de pesar y urgencia.
—¿Qué haces aquí? —Azrael se interpuso entre él e Isabella.
—No vengo a pelear —dijo Naharael, elevando una mano en señal de paz—. Vengo con una advertencia... y una decisión que cambiará el curso de todo.
Isabella se colocó al lado de Azrael, firme.
—Entonces dilo.
Naharael caminó despacio hacia el centro del claro.
—Sariel ha reunido más que un ejército. Ha sellado un pacto con fuerzas que ni el cielo ni el infierno controlan. Está preparando un ataque que romperá el equilibrio de los planos. No solo busca destruir la humanidad... busca rehacerla a su imagen.
Azrael sintió cómo se le helaba la sangre.
—¿Y tú estás con él?
—No —respondió Naharael con un dejo de amargura—. Yo era su hermano, como lo eres tú. Pero sus métodos... su odio hacia lo humano... ya no lo reconocería ni el Creador.
Un silencio espeso cayó entre ellos.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Isabella.
—El pueblo —dijo Naharael con voz grave—. Los que siguen a Azrael... deben decidir. Porque Sariel los obligará a escoger. Y cuando llegue el día, incluso los que creen en la luz... podrían caer en la oscuridad si tienen miedo.
Azrael bajó la vista un momento. Su interior era un campo de batalla entre el ángel que obedecía, y el hombre que sentía.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Días —respondió Naharael—. No más.
Esa noche, Isabella no pudo dormir. Se movía inquieta en la cama mientras Azrael tallaba símbolos protectores en los marcos de las puertas. El silencio de la madrugada la empujó a salir, y lo encontró observando el cielo estrellado.
—¿Aún dudas de tu camino? —le preguntó, abrazándolo por detrás.
Azrael suspiró.
—No dudo del camino… dudo de lo que tendré que sacrificar para caminarlo.
Ella lo hizo girarse y lo miró a los ojos.
—No estás obligado a ser solo un ángel. No eres solo una herramienta. Eres vida. Eres carne. Eres alma.
Y sin más palabras, lo besó. Esta vez sin miedo, sin barreras.
Azrael la sostuvo con fuerza, como si ese momento pudiera detener el fin del mundo. Las alas blancas lo envolvieron a ambos mientras sus cuerpos se unían, no solo en deseo, sino en consuelo, en fe, en amor.
Fue un encuentro de dos almas heridas que, por un instante, se fundieron como si fueran una.
Al amanecer, el pueblo despertó con sonidos de alas.
Sariel había enviado emisarios. No para atacar, sino para advertir. En cada casa, dejaron una marca: una cruz invertida hecha de ceniza.
El mensaje era claro: "Decidan a quién siguen".
Azrael y Naharael recorrieron el pueblo mientras Isabella intentaba calmar a los niños y ancianos. Algunos ya empezaban a dudar. Otros querían huir.
Fue entonces cuando Elías se acercó a Azrael.
—Debes hablarles. Ahora. Si no lo haces tú, lo hará el miedo.
Azrael subió a una piedra en medio de la plaza. La gente se agolpó en silencio.
—No vengo a prometerles que todo será fácil —comenzó—. Vengo a recordarles que tienen elección. Sariel quiere que teman. Pero el temor es el terreno donde germina la tiranía. Yo no les pido que me sigan… les pido que crean en ustedes mismos. En su alma. En su compasión. En su humanidad.
Y por primera vez desde su caída, Azrael no parecía un ángel.
Parecía un líder.
Un hombre dispuesto a arder por proteger a los suyos.
Esa noche, mientras el fuego crepitaba en la chimenea, Isabella se apoyó en su pecho.
—¿Crees que estemos listos?
Azrael cerró los ojos.
—No lo sé. Pero estar contigo me hace creer… que vale la pena luchar.
Desde la cima de una montaña, Sariel observaba con una sonrisa helada.
—Muy pronto, hermano. Veremos si el amor que tanto defiendes… sobrevive al juicio final.