Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 17: El rugido de la tempestad

El cielo se tornó ceniza. No era noche, pero tampoco día. Las nubes parecían respirar, hinchándose con una tensión que presagiaba caos. En la colina donde se alzaba la vieja cabaña, Isabella miraba el horizonte mientras Azrael afilaba su mirada con una mezcla de inquietud y resolución.

—Vienen —dijo él, con voz grave—. Puedo sentirlo.

Isabella asintió, sus dedos entrelazados con los de él. —¿Sariel?

—Y algo más. Como si las puertas entre los planos estuvieran debilitándose. Ya no hay límites claros entre lo celestial y lo terrenal.

El silencio se rompió con un estruendo en la distancia. No fue un trueno. Fue un grito… un aullido. Un sonido que heló la sangre incluso de Azrael.

Bajaron al pueblo. Las personas estaban reunidas en la plaza, rodeadas por fuego encendido en grandes barriles de metal. Elías organizaba a los más jóvenes, mientras Naharael hablaba con los ancianos.

—Nos están observando —dijo Elías, al ver llegar a Azrael—. Desde los árboles, desde las sombras. No atacan, pero no se ocultan.

—Están esperando —agregó Naharael, con rostro sombrío—. A que cometamos un error. A que dudemos.

Azrael subió a una roca elevada frente a todos. Sus alas se desplegaron lentamente, oscuras como la noche pero iluminadas por un halo tenue de luz interior. Su voz resonó sin necesidad de elevarla.

—Lo que se avecina no es solo una batalla física. Es una guerra por nuestras almas. No se trata solo de vencer… sino de resistir sin perder quiénes somos.

Isabella sintió un escalofrío. Era la primera vez que Azrael hablaba como líder. No como ángel, ni como hombre… sino como guía.

Esa noche, mientras el pueblo se preparaba en silencio, Isabella y Azrael regresaron a la cabaña. Ella encendió una lámpara de aceite y se sentó en la cama, mirándolo mientras él se quitaba la chaqueta empapada de llovizna.

—¿Tienes miedo? —preguntó ella.

—Solo de una cosa —respondió Azrael, mirándola a los ojos—. De perderte a ti en medio de todo esto.

Ella se acercó, tomándolo de las manos.

—Estamos juntos en esto. En la luz o en la sombra.

Azrael se inclinó y la besó con una necesidad contenida. Fue un beso silencioso, sin urgencia, como si el mundo pudiera esperar. Se recostaron lentamente, entre suspiros y miradas. No fue pasión desenfrenada, sino un encuentro de almas, una reafirmación de su amor en medio del caos. Los cuerpos se buscaron con ternura, y en cada caricia había una promesa: resistirían juntos.

Al amanecer, un cuervo blanco descendió del cielo y se posó en la ventana.

Azrael se incorporó, sus sentidos alerta. El cuervo lo miró fijamente… y entonces habló con voz humana, una voz que sólo él pudo oír.

—La balanza se inclina, Azrael. El cielo no intervendrá. Esta decisión es tuya. Tu amor… o tu misión.

El cuervo alzó el vuelo dejando una sola pluma blanca que cayó en la palma de Azrael.

Isabella lo miró, aún enredada en las sábanas.

—¿Qué ha pasado?

Él cerró la mano sobre la pluma.

—Se acerca la elección final.




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