Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 18: Señales de vida

La lluvia no había cesado desde el amanecer. Era como si el cielo llorara por lo que estaba por venir, o tal vez por lo que ya se había perdido. Azrael se encontraba en el bosque, rodeado de un círculo de piedras antiguas. Meditaba. No solo buscaba respuestas; suplicaba guía.

Las palabras del cuervo aún latían en su mente: Tu amor… o tu misión.

Cada vez que pensaba en Isabella, su determinación se afianzaba. Pero también lo hacía su temor. Ella era su punto más fuerte… y su vulnerabilidad más grande.

Mientras tanto, Isabella caminaba por el pueblo, acompañada de Naharael. La mujer había comenzado a sentir un malestar extraño. No era enfermedad. Era algo más profundo. Algo que nacía en su interior y parecía vibrar con la presencia de Azrael.

—Has cambiado —dijo Naharael, mirándola con ojos antiguos.

—¿A qué te refieres?

—Tu energía… es distinta. Como si algo creciera dentro de ti. Algo poderoso.

Isabella frunció el ceño. Había notado el retraso de su ciclo, y últimamente, su cuerpo reaccionaba de forma distinta. Pero en medio de tanta tensión, lo había atribuido al estrés. Ahora las palabras de Naharael le erizaban la piel.

—¿Crees que…?

—No puedo asegurarlo —interrumpió la anciana—. Pero si es lo que imagino, no solo estás ligada al destino de Azrael… tú misma eres ahora un punto de equilibrio.

Isabella tocó su vientre con delicadeza. Un calor suave emanó desde ahí. No era miedo lo que sintió… sino una paz profunda. Un vínculo nuevo. Una vida.

Esa noche, cuando Azrael regresó, Isabella lo esperó en la cabaña.

—Tenemos que hablar —dijo ella con voz suave pero firme.

Él la miró, preocupado. Se acercó, tomó su rostro entre sus manos y la besó en la frente.

—¿Estás bien?

—Eso creo… pero necesito que tú también lo estés para escuchar esto.

Lo llevó hasta la cama, se sentaron frente a frente. Isabella tomó sus manos y las llevó a su abdomen.

—No estoy segura aún… pero creo que estoy embarazada.

El mundo pareció detenerse. Azrael parpadeó, como si las palabras no hubiesen hecho eco al instante. Luego su respiración se aceleró, no de miedo, sino de asombro.

—¿Un hijo… nuestro?

Isabella asintió. —No entiendo cómo es posible… tú no eres humano del todo. Pero lo siento. En mi cuerpo, en mi alma.

Azrael la abrazó con una fuerza temblorosa. Sus alas los envolvieron como un manto sagrado. Lágrimas rodaron por su rostro.

—Un hijo nacido del cielo y la tierra… —murmuró—. Es un milagro. Pero también un riesgo.

—Lo sé —susurró Isabella—. Pero quiero que sepas… que no tengo miedo.

Él la miró, y por primera vez desde que cayó del cielo, Azrael sonrió con plena luz en los ojos.

—Entonces, lucharemos no solo por la humanidad. Lucharemos por él… por ella… por lo que vendrá.

Desde el abismo, Sariel observaba a través del velo, su rostro de mármol endurecido. Susurró a la oscuridad:

—Un nuevo linaje celestial. No lo permitiré.

El equilibrio acababa de inclinarse. El hijo de Azrael no solo cambiaría la guerra… podía cambiar la creación misma.




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