El amanecer trajo una extraña calma, como si el mundo mismo contuviera la respiración. Isabella se despertó con el murmullo de las hojas danzando al compás del viento. A su lado, Azrael dormía profundamente, su brazo rodeando su cintura, su respiración serena. Ella acarició su cabello con ternura, consciente de la vida que latía dentro de ella… y del caos que se avecinaba.
La noticia aún no se había compartido con nadie, pero el aura de Isabella comenzaba a cambiar. Quienes la rodeaban, sensibles a lo espiritual, lo percibían.
Naharael fue la primera en hablar en voz alta de lo que ya sospechaba.
—La tierra ha respondido. Lo sagrado ha sido sembrado —dijo al encontrarla en el jardín, preparando infusiones.
—¿Lo sabías?
—No del todo. Pero el eco de lo divino no se puede ocultar. Eres portadora de algo que trasciende esta era.
Isabella tragó saliva. —¿Crees que esto ponga en peligro todo?
—Sí —respondió sin rodeos—. Pero también es nuestra mayor esperanza. Un hijo nacido del amor entre cielo y tierra… podría ser la llave que Dios nunca entregó… o el abismo que Sariel tanto anhela.
Mientras tanto, en los bordes de la aldea, Elías despertó agitado de un sueño vívido. Había visto a Isabella en un campo de fuego, gritando por ayuda mientras una figura con alas negras se acercaba con una espada llameante. Él la había intentado alcanzar, pero una barrera de luz se lo impedía. Y entonces lo sintió: el niño aún no nacido hablándole sin palabras, pidiéndole que los protegiera.
—El linaje ya ha sido tocado —dijo Elías al aire—. El equilibrio… se rompe.
Azrael fue el último en saber que su sola existencia ya se había convertido en un faro para enemigos invisibles.
Esa noche, mientras se encontraba con Isabella en el claro donde habían hablado por primera vez de sus sentimientos, el aire cambió. Un rayo rasgó el cielo sin previo aviso, y una figura descendió: alas rojas como fuego, ojos como carbones ardientes.
—Rafael… —susurró Azrael con incredulidad.
El arcángel sanador no traía consigo bálsamos ni bendiciones esta vez. Su rostro era severo, casi desconocido.
—He venido a advertirte, hermano —dijo sin rodeos—. El Consejo del Cielo ha escuchado. Saben del hijo. Y no todos están de acuerdo en dejarlo nacer.
Isabella se puso de pie, desafiante. —¿Qué clase de cielo juzga a un niño que aún no ha respirado?
—Uno que ha visto mundos caer por menos —respondió Rafael.
Azrael se interpuso entre ellos, su expresión grave. —¿Vienes a detenernos?
—Vengo a decirte que el cielo se divide… y el infierno también lo sabe. Están buscando al niño. Si no se oculta… será cazado.
—¿Y tú? —preguntó Azrael, su voz baja, firme—. ¿Qué harás tú?
Rafael lo miró, su mirada suavizándose apenas.
—No he venido como enemigo. Pero si no tomas precauciones… otros lo harán por ti.
Y así, con un batir de alas que estremeció el bosque, desapareció en un relámpago.
Azrael se giró hacia Isabella, sus manos temblorosas apretando las de ella.
—Nos queda poco tiempo. No solo para prepararnos… sino para elegir dónde luchar.
—¿Y dónde lucharemos?
—Donde el amor aún tenga fuerza. Donde nadie más haya tenido el valor de resistir.
El hijo de Azrael aún no nacía… pero ya era un símbolo de guerra. Y también, de redención.