Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 20: El precio del milagro

La noticia, como un susurro bendito y peligroso, se esparció entre los aldeanos antes de que Isabella pudiera siquiera reunir el valor para contarla.

Fue una anciana, ciega de nacimiento, quien la proclamó en plena plaza.

—Una luz ha germinado en el vientre de la elegida… el hijo del Arcángel camina entre nosotros. Y con él, la era del juicio.

El pueblo enmudeció. No fue júbilo lo que se respiró, sino miedo. Un silencio denso como la ceniza invadió cada rincón. Unos se arrodillaron a orar, otros corrieron a esconder a sus hijos, como si el eco de esa criatura no nacida pudiera llamar a la muerte o al fuego.

En la cabaña, Azrael observaba desde la ventana, con el ceño fruncido. Isabella, sentada en la cama, intentaba no temblar. Las palabras de Rafael aún resonaban en su mente. Ya no era una mujer embarazada. Era un faro. Una amenaza. Un milagro con un precio.

—No todos te verán con amor, Bella —dijo Azrael al fin—. Algunos querrán usarte. Otros, destruirte.

Ella lo miró, sus ojos firmes a pesar del miedo. —¿Y tú?

Azrael se acercó, arrodillándose ante ella, sus manos acariciando su vientre aún plano.

—Yo... te protegeré hasta el último aliento. A ti y a este niño. Aunque eso me cueste volver al exilio eterno.

Mientras tanto, en lo profundo del bosque, Elías convocaba a los pocos sabios que aún creían en el equilibrio. Sacerdotes, curanderas, antiguos guardianes que no se inclinaban ni al cielo ni al infierno, sino a la armonía de ambos.

—No es un niño común —explicó Elías—. Es la posibilidad de reconciliación. Pero también puede ser el fin. Necesitamos protegerlo no solo de afuera… sino de adentro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó una mujer, cuyos ojos brillaban como vidrio bajo la luna.

—No todos los humanos son dignos. Y no todos los ángeles están listos para renunciar a sus cadenas.

Esa noche, Isabella tuvo una visión.

Se encontraba en una pradera de cenizas, el cielo rasgado como una cortina de tormenta. En sus brazos, un niño de ojos dorados que no lloraba… sino que la observaba como si entendiera todo.

—Madre —dijo con voz que parecía antigua y recién nacida—. Cuando llegue la hora, no me escondas. Déjame ser luz. O sombra, si es necesario.

Despertó empapada en sudor, el corazón desbocado.

Azrael dormía a su lado, sus alas cubriéndola sin saberlo.

Ella lo miró y por primera vez, entendió: el hijo que llevaban no solo cambiaría el mundo… también los cambiaría a ellos.

Al amanecer, un nuevo grupo apareció en la entrada del pueblo. No eran ángeles ni demonios. Eran humanos. Guerreros, sobrevivientes de otras aldeas destruidas, buscando esperanza y protección.

Uno de ellos, un hombre de mirada severa, se arrodilló frente a Isabella al verla salir de la cabaña.

—Nos dijeron que una nueva era ha comenzado aquí —dijo—. Que la salvación tiene rostro de mujer… y alas a su lado.

Azrael apareció entonces, rodeado de un aura de poder contenida. Los recién llegados lo reconocieron sin que él hablara. El miedo se transformó en reverencia.

—No somos salvadores —dijo Azrael—. Pero lucharemos para que no pierdan la fe en el mundo. Si están dispuestos… únanse. Porque el enemigo ya viene en camino.

Isabella lo miró con orgullo. Sabía que lo que venía sería devastador. Pero ya no estaban solos.

Y dentro de ella, el latido del niño se hizo más fuerte. Como si supiera que el mundo ya había empezado a cambiar.




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