El sol no había terminado de salir cuando el pueblo comenzó a transformarse.
Con la llegada de los nuevos sobrevivientes, la calma inicial se volvió un torbellino de actividad. Algunos ayudaban a reconstruir hogares, otros se unían a las vigilias de oración. Pero no todos compartían la devoción. Había miradas esquivas. Susurros. Miedo disfrazado de fe.
Azrael lo sentía. Las vibraciones del corazón humano le hablaban más que cualquier palabra.
—Alguien oculta algo —dijo esa noche a Elías, mientras recorrían el límite del bosque.
—¿Estás seguro?
—Lo siento en la sangre del aire. En la manera en que sus ojos me rehúyen… incluso temen a Isabella.
Elías se detuvo. —¿Crees que alguno de los recién llegados…?
—No lo sé aún. Pero el enemigo no siempre viene con alas negras. A veces, se viste de necesidad. De súplica. De mentira.
Isabella, por su parte, se esforzaba en mantener la paz. Organizaba grupos de ayuda, enseñaba a las mujeres a preparar medicinas naturales y hablaba con los niños como si fueran los últimos faros de inocencia.
Pero en su interior, una inquietud crecía.
Ya no por el embarazo en sí, sino por el aura que comenzaba a envolverla.
Era como si su cuerpo se impregnara de un poder que no comprendía. Sus sueños eran cada vez más vívidos. En uno de ellos, el niño aún por nacer le susurraba nombres de ángeles caídos. En otro, caminaba entre ruinas mientras sostenía una espada de fuego en una mano… y al niño en la otra.
La tensión se intensificó cuando uno de los recién llegados desapareció.
Un joven llamado Miro. No era guerrero, ni tampoco anciano. Era callado, observador. Y días antes, lo habían visto cerca de la cabaña de Isabella.
—¿Dónde está? —preguntó Azrael, su voz tan grave que hizo temblar a las piedras.
Nadie respondió. Solo silencio. Y luego, la mentira.
—Salió al bosque por leña —dijo un anciano.
—De noche y sin armas —replicó Elías—. ¿De verdad creen que podemos proteger a este pueblo así?
Esa misma noche, encontraron rastros en los límites del bosque. Pero no eran huellas humanas. Eran marcas… como zarpazos en la tierra. Y un colgante con el símbolo de Sariel, enterrado bajo la tierra húmeda.
Al amanecer, Isabella despertó con un susurro en el oído. No era un sueño. Era una advertencia.
—Él está aquí. Entre ustedes. Observando.
Se incorporó sobresaltada. Azrael ya estaba de pie, con su espada junto a la cama. Sus ojos encendidos como antorchas bajo la penumbra.
—¿También lo sentiste? —preguntó ella.
—Sí. El velo se está rasgando. El equilibrio se inclina… y alguien en este pueblo ayuda a que caiga.
Al tercer día, un niño del pueblo encontró el cuerpo de Miro, cerca del río. No había sangre. Pero sus ojos estaban completamente negros… y su pecho marcado con símbolos antiguos.
No fue Azrael quien habló, ni Elías. Fue Isabella quien se adelantó, su voz serena pero firme.
—No dejaremos que el miedo divida lo que el cielo y la tierra han unido. Quien traiciona desde adentro, se pudre primero por dentro. Y la podredumbre no tiene lugar aquí.
Los ojos de algunos brillaron con lealtad. Otros, desviaron la mirada.
La guerra ya no estaba por llegar. Había comenzado en sus corazones.
Y Azrael lo supo en ese instante: para salvar a la humanidad, tendría que enfrentar no solo a los enemigos del cielo... sino a los que llevaban su rostro.