El silencio en la cabaña era casi sagrado. Isabella se encontraba sentada frente al fuego, sus manos sobre el vientre que empezaba a crecer con un ritmo acelerado, casi como si el tiempo mismo se hubiera alterado para ese niño.
Azrael no se alejaba de ella. La observaba con una mezcla de temor reverente y fascinación, como si la vida que llevaba dentro pudiera cambiarlo todo… y en parte, ya lo estaba haciendo.
—¿Lo sientes? —preguntó Isabella, con una sonrisa suave, casi melancólica.
Azrael se acercó, arrodillándose frente a ella. Puso la palma sobre su abdomen. Un calor profundo, casi divino, lo recorrió.
—No solo lo siento… lo escucho —susurró.
—¿Escuchas qué?
—Un corazón. Pero no uno cualquiera. Late con una frecuencia que no pertenece del todo a este mundo… ni siquiera al mío.
Isabella lo miró, confundida pero sin miedo. —¿Eso es malo?
Azrael negó con la cabeza. —Es… diferente. Es como si su alma ya supiera quién es. Como si hubiera nacido sabiendo el papel que tendrá en esta guerra.
Mientras tanto, Elías continuaba investigando. Las marcas halladas en la cabaña de Lior no eran simples símbolos. Eran parte de una profecía antigua, una que hablaba del “Nacimiento del Lumen” —el primer ser nacido de un arcángel y un humano, capaz de inclinar la balanza de la existencia.
Llevó sus hallazgos al arcángel.
—Esto… esto es más grande de lo que pensamos —dijo, dejando los pergaminos sobre la mesa—. Si ese niño nace, si llega a crecer… podría ser el final para ellos. O para nosotros.
Azrael leyó los textos antiguos en silencio. Una línea lo hizo detenerse:
“El hijo del ala caída traerá la verdad de los cielos a la tierra, pero el mundo aún no está listo para escucharla.”
—Intentarán detenerlo antes de que nazca —dijo Azrael, con la voz grave—. Pero no será con espadas ni fuego. Vendrán con dudas, con traiciones… con miedo.
Y no tardaron.
Esa noche, Isabella comenzó a soñar. Al principio, eran imágenes difusas: una pradera, el sol filtrándose entre las nubes, el sonido de un bebé riendo.
Pero luego, la imagen cambió. El sol se apagaba, y en su lugar, un cielo rojo sangre cubría todo. Un hombre encapuchado sostenía a su hijo. Lo levantaba al cielo… y luego lo dejaba caer.
Isabella gritó y despertó sudando, temblando de pies a cabeza.
Azrael estaba allí, abrazándola.
—Fue un sueño —dijo—. Solo un sueño.
Pero en sus ojos había algo más. Algo que no le dijo. Porque él también había soñado lo mismo.
Al amanecer, un temblor sacudió el valle. No fue natural.
Desde el borde del pueblo, surgieron columnas de humo y fuego. No eran enemigos físicos… eran visiones, sombras envueltas en caos, que tocaban las puertas de los hogares con susurros.
Muchos empezaron a caer en pánico. Algunos incluso comenzaron a huir. Otros, desesperados, hablaban de sacrificar al no nacido, convencidos de que su existencia era la causa de todo.
Isabella salió al centro del pueblo, decidida.
—¡Basta! —gritó—. ¡No les daré a mi hijo! ¡Él no es la maldición… es la promesa!
Algunos dudaron. Otros agacharon la cabeza avergonzados. Pero un grupo —pequeño, sí, pero vocal— seguía convencido de que el hijo del arcángel traería destrucción.
Azrael aterrizó en ese momento, alas abiertas, ojos ardientes.
—Si alguien se atreve a tocar a Isabella o a este niño… será yo quien decida el juicio.
Su voz retumbó como un trueno. El suelo se estremeció.
Por primera vez en días, el pueblo volvió a guardar silencio.
Esa noche, mientras descansaban juntos en la cabaña, Isabella tomó la mano de Azrael y la colocó sobre su vientre una vez más.
—¿Crees que estará bien?
Azrael asintió con lentitud. —Porque no está solo. Ni tú. Ahora somos uno, y ese lazo no lo puede romper ni el cielo ni el infierno.
Y mientras ambos dormían, en algún lugar oculto entre planos, una figura oscura observaba con paciencia.
—Vendrá pronto… —susurró, con una sonrisa torcida—. Y cuando lo haga, el equilibrio se romperá.