La mañana trajo consigo un cielo gris, denso, como si presagiara que algo se quebraría antes del anochecer. La paz que Isabella y Azrael habían sentido tras el nombramiento de Kael era solo un instante suspendido entre tormentas.
Maire se mantenía sentada junto al fuego, murmurando oraciones en una lengua que incluso Azrael apenas comprendía. Su voz temblaba a veces, no por la edad, sino por el peso de la verdad que había percibido.
—Kael no es solo un puente entre mundos —dijo mientras sus ojos blancos se volvían hacia Isabella—. Es un ancla. Si lo tocan antes del tiempo sagrado, no solo podrían corromperlo, podrían usarlo como portal.
—¿Portal a qué? —preguntó Azrael, la tensión creciendo en su voz.
—A un plano sellado hace milenios. Uno donde ni los ángeles ni los hombres son bienvenidos. Uno que se alimenta de la duda y el poder mal usado.
Un silencio pesado se instaló.
—Necesitamos protegerlo —dijo Isabella con decisión, llevando las manos a su vientre.
—Lo haremos —respondió Azrael, acercándose a ella—. Pero no basta con esconderse. Debemos sellarlo desde dentro. Blindar su alma.
—¿Un rito? —preguntó Elías, que hasta ese momento había escuchado en silencio.
—No uno cualquiera —respondió Maire—. Uno antiguo, de sangre y luz. Necesitarán unir sus esencias… completamente.
Isabella entendió al instante. No era solo un rito espiritual. Era una entrega física y espiritual entre ambos. El lazo entre su alma humana y la esencia divina de Azrael debía fusionarse completamente para proteger al niño desde su origen.
Esa noche, la cabaña se transformó en un círculo sagrado. Maire colocó piedras de obsidiana en cada esquina, talladas con runas protectoras. El fuego ardía con una llama blanca, mientras gotas de sangre de Azrael se mezclaban con un ungüento de tierra bendita que cubría el abdomen de Isabella.
—No es una unión cualquiera —advirtió la anciana—. Deben confiar el uno en el otro por completo. Si alguno duda, la protección no funcionará.
Azrael se acercó a Isabella. Sus ojos brillaban, no de miedo, sino de devoción. Ella le sonrió, tomándole las manos.
—No dudo —susurró Isabella—. No de ti, ni de nosotros. Este hijo es luz… y también tierra.
Lo besó, y sus labios se encontraron con una urgencia suave, como si cada roce sellara la promesa. Lentamente, Azrael la condujo hacia el centro del círculo, donde los dos cuerpos comenzaron a unirse, no solo como amantes, sino como partes inseparables del mismo propósito.
El fuego crepitó más fuerte, como si la llama reconociera el acto como sagrado. A cada suspiro, una runa brillaba. A cada movimiento, un antiguo cántico resonaba en el aire, entonado por Maire y las voces invisibles que acudían a la ceremonia.
La unión fue más que piel. Fue alma. Fue cielo tocando tierra, eternidad rozando el instante.
Y cuando el clímax llegó, una onda de luz se expandió desde el vientre de Isabella, empujando a los límites todo rastro de oscuridad.
Kael brilló. Aún no nacido, su esencia respondió. Pura. Inquebrantable.
Pero lejos de allí, una sombra agrietó el velo de lo prohibido.
Sariel lo sintió.
—Han sellado al niño —dijo, su voz impregnada de ira.
—Entonces debemos abrirlo por la fuerza —respondió la figura oscura junto a él.
Sariel miró a lo alto, al cielo que alguna vez juró proteger.
—Azrael ha hecho su elección. Yo haré la mía.
Y entonces, extendió sus alas.
En la cabaña, Azrael se incorporó, el pecho agitado, la mirada fija en el cielo nocturno que palpitaba.
—¿Qué pasa? —preguntó Isabella, aún arropada en su calor.
—Se ha roto el pacto entre los nuestros —dijo, con voz grave—. Sariel… ha cruzado el límite.
—¿Vendrá por Kael?
Azrael no respondió de inmediato.
—No solo él. Vendrán todos los que temen el cambio. Y Kael… Kael será la llama que los queme o la llave que los libere.
Desde el vientre de Isabella, Kael se movió con fuerza por primera vez.
El tiempo se acababa.