Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 26: Alas en la penumbra

La aurora no trajo calma. Fue una cortina gris que cubrió el bosque con un silencio antinatural. No había cantos de aves, ni viento entre los árboles. Todo parecía contener el aliento.

Azrael se había vestido antes del amanecer. Sus alas, aún cubiertas de un brillo residual por el rito de la noche anterior, se agitaban con inquietud. A pesar de la fortaleza del sello que él e Isabella habían logrado con Kael, podía sentirlo: algo se acercaba. Algo viejo. Algo que no pertenecía ni al cielo ni a la tierra.

Isabella, de pie junto a la ventana, acariciaba su vientre, donde ahora sentía con claridad los latidos del pequeño. Un vínculo profundo la unía a él, como si en su interior brillara una chispa celestial.

—¿Estás seguro que no es demasiado pronto para movernos? —preguntó, sin apartar la vista del bosque.

—No podemos quedarnos —respondió Azrael, ajustando la armadura de cuero bendecido que Maire le había entregado—. Sariel está en movimiento. El velo que lo contenía ha caído.

—¿A dónde iremos?

—Al sur. Hay un santuario oculto entre las montañas. Fue un lugar de retiro para los caídos que renegaron de la guerra. Quizás alguno aún viva. Necesitamos aliados.

Elías, que escuchaba en silencio, se adelantó:

—Yo conozco ese santuario. Mi madre hablaba de él como un mito… pero si es real, no hay mejor refugio.

Azrael asintió.

—Entonces partiremos al anochecer. Si nos movemos bajo la luz directa, podrían encontrarnos.

La partida fue silenciosa. Maire los despidió con un colgante tallado en obsidiana para Isabella, y una advertencia:

—El niño será una baliza. La oscuridad querrá poseerlo, y la luz… también. No todos los del cielo estarán de su lado.

—Lo protegeré —juró Azrael, con una mano sobre el vientre de Isabella.

Maire sonrió con tristeza.

—No será suficiente. Él también deberá elegir.

Durante días, atravesaron bosques sombríos y valles desolados. Kael crecía en silencio, pero con una energía que impregnaba el ambiente. Animales los seguían, los ríos parecían apartarse para dejarles paso, y hasta el aire se volvía cálido donde ella pisaba.

Pero no estaban solos.

Una noche, mientras acampaban junto a una cascada, Azrael se tensó. Sintió las alas antes de verlas.

No eran blancas. Eran grises, rotas, manchadas con los años. Un ángel emergía de las sombras, solo, con una mirada que no había olvidado.

—Cassiel… —murmuró Azrael, con un dejo de asombro.

El ángel, de rostro afilado y ojos que parecían haber visto demasiado, lo observó sin expresión.

—No pensé que volvería a verte en este plano —dijo con voz ronca.

—Tampoco yo. ¿Aún eres libre?

—Lo suficiente para elegir no seguir a Sariel.

Azrael dio un paso al frente.

—¿Entonces vienes a ayudarnos?

Cassiel lo miró, luego a Isabella y finalmente al brillo sutil que emanaba de su vientre.

—Vengo a advertirte. Sariel ha roto más que reglas. Ha liberado a una criatura que ni tú pudiste vencer la última vez.

Azrael enmudeció. Su rostro perdió el color.

—No puede ser…

—La Llama Negra —dijo Cassiel con gravedad—. El devorador de linajes celestiales. Está buscando al niño.

Isabella sintió el temblor en su alma. Kael también lo sintió. Se movió con fuerza en su vientre, como si reconociera la amenaza por venir.

—Entonces ya no hay tiempo —dijo Azrael.

—No —respondió Cassiel—. O llegas al santuario antes de que lo encuentre… o todo estará perdido.

Esa noche, Isabella se recostó contra Azrael, su oído sobre su pecho, escuchando los latidos de un corazón que alguna vez creyó que nunca conocería.

—¿Tienes miedo? —susurró.

Azrael no respondió de inmediato. Luego, apretó su mano con ternura.

—Sí. Pero también tengo fe. En ti. En Kael. En lo que somos.

Ella lo besó suavemente, como si cada caricia fuera un escudo más contra el mundo.

—Entonces no estamos perdidos —dijo, y cerró los ojos, aferrada a la única verdad que aún los sostenía: el amor, nacido entre dos mundos, capaz de desafiar hasta al propio cielo.




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