El amanecer encontró al grupo envuelto en una niebla espesa, avanzando por un sendero casi imperceptible entre riscos y árboles antiguos. Cassiel lideraba, su andar silencioso y seguro. Azrael no le quitaba los ojos de encima. Aquel ángel no era de confianza absoluta, pero conocía los caminos ocultos del mundo como pocos.
—¿Qué fue exactamente lo que Sariel liberó? —preguntó Isabella en voz baja, mientras acariciaba su vientre, sintiendo a Kael moverse con inquietud.
—La Llama Negra no es una criatura como las otras —respondió Azrael, su voz grave—. Es un remanente de los tiempos antes del juicio, una entidad sin forma fija que consume linajes celestiales. La sellamos en la última gran guerra, cuando muchos cayeron. Fue necesaria la unión de varios arcángeles para contenerla.
—¿Y ahora está libre? —Elías preguntó, mirando con miedo el bosque—. ¿Por qué?
—Porque Kael representa lo imposible —intervino Cassiel sin volverse—. Un hijo nacido del cielo y la tierra. Algo que rompe la balanza. Para el caos, eso es intolerable.
Isabella tragó saliva, sintiendo que el aire se espesaba con cada paso.
Al anochecer, acamparon cerca de un arroyo que serpenteaba entre rocas cubiertas de musgo. El entorno era tan silencioso que resultaba incómodo. Sin aves. Sin insectos. Sin vida.
Azrael permaneció alerta, sus sentidos extendidos. Isabella descansaba recostada contra él, protegida entre sus alas. Elías dormía ligeramente más allá, y Cassiel había desaparecido, como si la sombra misma lo reclamara.
Y entonces, lo sintió.
Una vibración profunda, como un tambor enterrado resonando en lo más hondo del plano. Azrael se levantó de inmediato, despertando a los demás.
—Está cerca.
Del bosque emergió una figura. No caminaba, flotaba. Su silueta cambiaba de forma, como humo encerrado en un cuerpo, envuelto en un fuego oscuro que no quemaba, pero desgarraba la realidad.
La Llama Negra.
Isabella retrocedió instintivamente, protegiendo su vientre. Kael se agitó, su esencia brillando con fuerza a través de su madre. Azrael sintió el vínculo pulsar como un faro. El enemigo lo había encontrado.
Cassiel apareció de entre los árboles, con su espada etérea en mano.
—No podemos vencerlo aquí —advirtió—. Solo frenarlo.
—¡Entonces lo frenaré! —rugió Azrael, desplegando sus alas.
La batalla fue un caos de luces y sombras. Azrael y Cassiel atacaban con rapidez celestial, pero cada golpe que daban parecía absorberse por el fuego negro. No sangraba. No gritaba. Solo avanzaba.
Una llamarada oscura se lanzó contra Isabella, pero fue repelida por una barrera que emergió de ella. Kael. El niño reaccionaba. Su energía pura, incontrolable, comenzaba a defenderse.
La criatura se estremeció ante esa luz y retrocedió, dejando escapar un sonido gutural, casi dolido.
—¡Azrael, ahora! —gritó Cassiel.
El arcángel alzó ambas manos al cielo, invocando una runa de contención. No era un ataque. Era un sello temporal. Un intento desesperado.
La Llama Negra fue envuelta por una esfera de luz que lo comprimió como una estrella colapsando. Rugió. Y luego desapareció, solo por unos segundos. Azrael cayó de rodillas, exhausto.
—Eso… no lo detendrá por mucho tiempo —dijo, jadeando.
Cassiel lo ayudó a levantarse.
—Pero nos dará unas horas. Si no llegamos al santuario antes del amanecer, volverá. Y esta vez, no fallará.
Isabella se arrodilló junto a Azrael. Sus manos temblaban, pero su mirada era firme.
—Kael lo enfrentó… —murmuró.
—Está despertando —susurró Azrael—. Pero es demasiado pronto. Necesita tiempo.
—Entonces debemos dárselo —dijo ella, con una convicción que heló la noche.
El grupo se levantó. Cansados, heridos, pero decididos. No había margen de error. En las sombras, la Llama Negra buscaba grietas para volver.
Y entre las grietas del mundo, la guerra se tejía con fuego, fe… y destino.