La niebla comenzaba a disiparse a medida que el grupo ascendía por el estrecho camino de piedra. Tras la embestida de la Llama Negra, cada paso hacia adelante se sentía como una victoria robada al caos. El silencio era más que ausencia de sonido; era expectación. El mundo contenía el aliento.
Azrael sentía cada fibra de su ser arder. No de dolor, sino de conciencia. Desde el enfrentamiento con la criatura, algo dentro de él se había despertado… como si Kael, desde el vientre de Isabella, hubiera tocado una parte dormida de su alma.
Isabella caminaba cerca, con las manos sobre su estómago. Su rostro estaba pálido, pero su determinación era inquebrantable. Sabía que lo que estaba creciendo dentro de ella no era un niño común. Kael ya no era solo su hijo. Era una luz antigua, un símbolo viviente de lo que aún podía redimirse.
—Estamos cerca —dijo Cassiel, deteniéndose frente a una pared de piedra cubierta de musgo.
Azrael frunció el ceño.
—Aquí no hay nada.
Cassiel extendió su mano y murmuró unas palabras en una lengua olvidada. Las rocas comenzaron a crujir y, como si se disolvieran, revelaron una entrada tallada en lo profundo de la montaña.
—Este es el Santuario de Thamiriel —explicó Cassiel—. Un lugar olvidado por los hombres, pero recordado por la luz.
El interior estaba iluminado por cristales que brillaban con una tonalidad azul plateada. Era vasto, casi como si hubieran entrado a otro mundo. A medida que avanzaban, estatuas de ángeles caídos, de guerreros celestiales y humanos antiguos se alineaban a los lados, todos observando con ojos de piedra el destino que se aproximaba.
En el corazón del santuario, una plataforma circular flotaba sobre un lago de agua pura. Cassiel los guió hasta allí.
—Aquí es donde debes realizar el vínculo, Azrael.
—¿Vínculo? —preguntó Elías, mirando desconfiado.
Cassiel asintió.
—El niño debe ser reconocido por el Cielo. No como amenaza, sino como herencia. Como promesa. Para eso, Azrael debe ofrecer su esencia. Su verdadera forma.
Azrael dudó. Nunca había revelado su forma completa desde su llegada a la Tierra. No solo porque era peligrosa… sino porque temía lo que vería reflejado en ella. Pero esta vez, no podía negarse.
Isabella se acercó y tomó su mano.
—Lo que eres no me asusta. Porque también sé quién eres para mí. Para nosotros.
Azrael cerró los ojos. Sus alas se expandieron con lentitud, multiplicándose, tornándose de una luz iridiscente que llenó el santuario. Su cuerpo cambió. Alto, resplandeciente, con una corona de fuego dorado y ojos que contenían galaxias. Su voz, cuando habló, resonó como un canto de mil ecos.
—Yo soy Azrael. Guardián del tránsito. Protector de las almas. Y este niño… es mi herencia. Mi sangre. Mi redención.
Una columna de luz descendió desde el techo de piedra, tocando el vientre de Isabella. Ella se arqueó, pero no de dolor, sino de una energía abrumadora. Kael respondió, liberando una oleada de esencia pura que se unió a la de su padre.
Cassiel levantó las manos y recitó un antiguo juramento. El agua del lago se agitó, reflejando visiones del pasado, del cielo… y del futuro.
Y entonces todo quedó en calma.
La luz se desvaneció. Azrael regresó a su forma terrenal, arrodillado por el esfuerzo. Isabella cayó de rodillas junto a él, sudorosa pero viva.
—El vínculo está hecho —dijo Cassiel, con reverencia.
Pero antes de que pudieran recuperar el aliento, el santuario tembló.
Una grieta se abrió en una de las paredes. Del otro lado, una figura encapuchada emergió… caminando sobre las aguas.
—Llegaron muy lejos —dijo una voz familiar.
Sariel.
Pero no estaba solo. A su lado, una figura femenina envuelta en oscuridad. Sus ojos eran pozos sin fin. Su piel, ceniza.
La madre de las abominaciones. La criatura que Sariel había liberado.
—Esta vez —susurró Sariel—, no bastará con un sello.
Isabella se puso de pie, protegiendo su vientre.
—Entonces no sellaremos nada —dijo con fuerza—. Esta vez… lucharemos por lo que es nuestro.
Azrael se incorporó, su cuerpo aún temblando, pero su mirada fija. El final se acercaba.
Y no había más escondites.