El alba acariciaba las piedras milenarias del santuario con una luz dorada, como si el cielo aún creyera que había esperanza. El silencio no era de paz, sino de contención. Todo estaba al borde.
Azrael meditaba en el centro del círculo de símbolos grabados en el suelo. El aire vibraba, cargado de energía celestial. Cassiel y Elías trazaban marcas de protección alrededor del perímetro, mientras Isabella observaba desde una de las columnas, una mano sobre su vientre. Kael se movía con fuerza. Era como si él también supiera lo que se avecinaba.
Cassiel se acercó con un pergamino antiguo en las manos, su expresión más grave de lo habitual.
—Azrael —dijo—. He hallado algo que debes saber antes de entrar en la Llama Original.
Azrael abrió los ojos. Su voz fue firme, pero curiosa:
—¿Qué has encontrado?
Cassiel extendió el pergamino. En él, una profecía que no había sido leída en milenios:
Cuando el hijo del fuego y la carne nazca, el equilibrio se romperá, no por destrucción, sino por transformación. En su sangre habrá juicio. En su mirada, el nuevo pacto. El cielo deberá elegir si temer… o ceder.
—Esto habla de Kael —murmuró Azrael, con un nudo en el pecho.
Cassiel asintió.
—Él no es solo el hijo de un ángel. Es el comienzo de un nuevo linaje. Uno que no responde al Cielo… ni al Infierno. Su existencia altera la balanza.
—¿Y eso nos hace peligrosos?
—Eso te hace libre —respondió Cassiel—. Y a él… inevitable.
Elías se acercó, habiendo escuchado todo.
—¿Entonces… no se trata solo de esta guerra?
—No —dijo Azrael, poniéndose de pie—. Se trata de lo que vendrá después. De cómo será el mundo si ganamos. Y de lo que se atreverá a ser si perdemos.
Esa noche, Isabella soñó con una figura cubierta de luz. No era un ángel… pero tampoco era humana. Le hablaba con una voz sin género ni forma:
—Tu hijo no será como los demás. No lo intentes retener, ni temer. Déjalo ser, aunque te duela. Porque en su libertad… vendrá la redención de muchos.
Despertó agitada. Azrael estaba allí, vigilando el cielo desde una de las aberturas de la cúpula.
—¿Pasa algo? —preguntó él al notar su expresión.
—Soñé con él —susurró Isabella, acercándose—. No como bebé. Como algo más… como una voz de futuro.
Azrael la miró con ternura y temor a la vez. Sus dedos rozaron los de ella.
—Nos han dado algo que el cielo y el infierno nunca quisieron que tuviéramos: elección.
—¿Y si elegimos mal?
—Entonces caeremos juntos. Pero caer con amor… a veces, es más divino que ganar sin alma.
La mañana siguiente trajo consigo el primer rugido.
No del cielo.
Ni de la tierra.
Sino del abismo.
Una grieta se abrió frente al santuario. De ella emergieron criaturas sin forma definida, retorcidas, hechas de recuerdos rotos y gritos de guerras pasadas. Eran los Ecos, las almas condenadas que Sariel y Lilith habían invocado para debilitar la voluntad humana antes del ataque final.
Cassiel desenvainó su espada.
—Comienza.
Azrael desplegó sus alas, y por un instante, toda la cúpula del santuario se iluminó con la pureza de su energía. Elías, empuñando un cetro de luz que apenas comprendía, se colocó junto a él.
—¿Listos?
—Nunca lo estaremos —dijo Azrael—. Pero eso nunca nos detuvo antes.
Y sin más palabras, se lanzó al cielo, directo contra el primer enjambre de sombras.
Isabella se quedó detrás, protegida por los escudos mágicos. Sin embargo, su corazón latía al mismo ritmo que el de Azrael. En su vientre, Kael respondía con fuerza a cada golpe, cada destello, como si algo en su interior estuviera a punto de despertar.
La batalla había comenzado.
Pero la historia… apenas estaba por escribirse.