Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 32: Corazones en el Umbral

La noche había caído sobre el santuario como un manto de terciopelo pesado, cargado de presentimientos. Sin embargo, dentro de la cabaña, el aire era cálido, íntimo… humano.

Azrael estaba sentado junto al fuego, sus alas plegadas, aún cubiertas con los restos de la batalla anterior. Isabella lo observaba desde el umbral, sintiendo en su interior una mezcla inexplicable de serenidad y temor. No era miedo a la oscuridad externa… sino a lo que podía arrebatarles esa frágil paz.

—No puedo evitar preguntarme —dijo ella finalmente, rompiendo el silencio—… si esto que estamos viviendo es real o solo un suspiro antes del final.

Azrael giró el rostro hacia ella, y por un momento, la luz del fuego iluminó los contornos de su rostro, dándole una apariencia más humana que celestial.

—Tal vez solo tenemos un suspiro, Isabella… pero si es así, quiero que esté lleno de ti.

Ella cruzó el umbral, caminó hasta él y se sentó a su lado. El silencio entre ambos era profundo, pero no incómodo. Era el tipo de silencio que se siente antes de que el mundo cambie.

—¿Sabes qué me asusta más que Sariel o Lilith? —preguntó ella—. Que esto termine sin haberte sentido de verdad. Sin haber compartido contigo como dos almas que se encontraron en medio del caos… y se eligieron.

Azrael la miró con una dulzura cargada de intensidad. Se inclinó y besó su frente, como si intentara grabarse su presencia en el alma.

—Eres lo más real que he conocido —susurró—. Ni el cielo ni la tierra me prepararon para ti.

Ella tomó su rostro entre las manos.

—Entonces, hazme tuya. No como ángel. No como guerrero. Como el hombre que hay dentro de ti.

Azrael la besó. Primero con cuidado, con reverencia… y luego con la urgencia de quien ha estado contenido durante siglos. El fuego crepitaba, lanzando sombras doradas que danzaban sobre la madera de la cabaña. Sus cuerpos se buscaron con ternura, con necesidad, con la certeza de que aquel momento era un ancla en medio de la tormenta.

Fue amor. Fue refugio. Fue una promesa silenciosa de que incluso en medio del fin del mundo, aún podían encontrarse.

Cuando el amanecer asomó por el horizonte, ambos permanecían entrelazados, la respiración acompasada, sus manos aún entrelazadas como si temieran soltarse.

—¿Y ahora qué? —preguntó Isabella, acariciando su pecho.

—Ahora enfrentamos a Sariel… juntos. Pero esta vez, no como piezas de un plan divino. Esta vez, como dos seres que eligieron amar… incluso cuando todo parecía perdido.

Un resplandor pálido iluminó el rostro de Isabella. Era Kael. Su presencia se sentía más fuerte, más definida. Como si aquella unión hubiese despertado algo aún más grande dentro de ella.

Azrael lo sintió también. Una nueva vibración en el aire. No solo poder… sino propósito.

—Él también lo sabe —murmuró Azrael—. Nuestro hijo… está listo para lo que viene.

Isabella asintió, y por primera vez, no sintió miedo. Sintió destino.

A lo lejos, sobre la colina en sombras, Sariel y Lilith observaban el santuario. La oscuridad los rodeaba como un aura viviente, sus rostros apenas visibles entre las sombras.

—Se unieron —dijo Lilith con una sonrisa torcida—. Ya no son solo esperanza… son una amenaza.

Sariel no respondió de inmediato. Su mirada estaba fija en el horizonte. Un temblor leve cruzó sus pupilas al ver la tenue luz que emanaba desde el santuario.

—Entonces será más glorioso destruirlos.

Lilith rió, pero sus ojos mostraban algo más que diversión. Era respeto. Y temor disfrazado de desprecio.

—Prepárate —murmuró Sariel—. El juicio verdadero comienza al amanecer.




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