El Umbral temblaba. No por destrucción, sino por transformación.
Las alas de Azrael, extendidas en un círculo protector, envolvían a Isabella y a Elías mientras la sombra ancestral rugía sin voz, una vibración sin sonido que hacía sangrar los oídos del alma. Aquella entidad no tenía rostro, pero todos sabían que era más antigua que la primera caída, más poderosa que la guerra misma. Era el eco de una rebelión que nunca fue nombrada.
Y ahora, parecía haberse despertado por la existencia de un nuevo ser: el hijo no previsto. El que jamás debió ser concebido.
Elías apenas podía mantenerse en pie. Jamás imaginó que aquella energía primigenia volvería a manifestarse. No desde la era en la que los arcángeles caminaban entre galaxias nacientes y constelaciones temblaban al pronunciarse el nombre de Dios.
—Ese ser… no solo es oscuridad —murmuró Elías, clavando su mirada en la sombra—. Es el resultado del desequilibrio. El eco de cada elección no tomada, de cada amor reprimido.
Isabella, de rodillas, sentía la vida dentro de ella latir con fuerza. Pero no con miedo… sino con una claridad sobrecogedora. Su hijo no lloraba por protección. Él respondía. Se comunicaba con el Umbral. Lo comprendía.
—Azrael —susurró ella, colocando una mano sobre su vientre—. Él está despierto. Nuestro hijo… sabe.
Azrael giró la cabeza lentamente. No parecía sorprendido. En sus ojos, esa chispa de comprensión, casi divina, se encendió. Porque por primera vez desde su caída, entendió que no todo se trataba de detener la guerra… sino de transformarla.
—Dios no lo envió por castigo —dijo Azrael, con una calma solemne—. Lo envió como semilla.
La sombra avanzó entonces, ya no con violencia, sino con una atracción seductora. Quería unirse, absorber al nuevo pacto, fundirse con esa vida que aún no nacía, pero que ya brillaba más que mil soles en su estado puro.
Isabella se sostuvo del brazo de Azrael.
—No voy a dejar que lo toque.
—No podrá —respondió él, cerrando los ojos por un instante—. Porque tú, Isabella… tú eres su guardiana. Y yo… yo soy su espada.
El aire cambió. El Umbral comenzó a cerrarse lentamente a su alrededor. La prueba no era combatir, sino resistir la tentación de eliminar lo nuevo por miedo.
El hijo de Isabella, aún en su vientre, proyectó una luz que no provenía de ningún cielo conocido. La sombra se detuvo, temblando. Su esencia comenzó a desgarrarse, como si esa presencia inocente pero infinita, ese latido pequeño y puro, fuera su opuesto perfecto. No una fuerza enemiga. Sino una respuesta.
Y entonces, ocurrió.
El Umbral los expulsó.
Azrael, Isabella y Elías fueron arrojados con violencia fuera de la dimensión suspendida. Cayeron entre los árboles, jadeando, cubiertos de energía aún chispeante. La grieta detrás de ellos se cerró con un rugido sordo, dejando tras de sí una quietud abrumadora.
El silencio fue lo primero que los envolvió.
Luego, el canto de los pájaros. La vida había vuelto a latir.
Isabella se sentó, temblando. Sus manos rodearon su vientre, lágrimas resbalando por su rostro. Azrael la abrazó, sin palabras, y juntos se inclinaron hacia el milagro que llevaban dentro.
—Lo enfrentamos —dijo Elías desde un costado, exhausto—. Y sobrevivimos.
—No —corrigió Azrael, observando el cielo—. Solo fue la primera prueba. Las fuerzas ya lo saben. El mundo va a cambiar. Y ahora, van a venir por él.
Isabella bajó la cabeza, besando su vientre con devoción.
—Entonces tendrán que pasar por mí primero.
Azrael sonrió con una dulzura sombría, su mirada al horizonte, donde las nubes comenzaban a girar en espirales celestiales.
—Y por mí después. Porque ya no soy solo ángel… ni solo hombre. Soy padre.
Y el mundo… no estaba preparado para eso.