Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 39: Voces del Cónclave Celestial

El cielo no amaneció.

Durante horas, el mundo permaneció envuelto en un crepúsculo eterno, como si la Tierra contuviera el aliento ante la revelación del hijo del arcángel. Las aves no cantaban. Las olas se movían en cámara lenta. Las hojas, suspendidas en su caída, parecían dudar si tocar el suelo.

Desde los confines del plano celestial, un estruendo silencioso rompió la quietud: el Cónclave de los Eternos se había convocado.

En un círculo de luz sin fin, suspendido más allá del tiempo, se alzaban los siete Tronos —las voces más antiguas del Reino—, aquellos que rara vez intervenían en los asuntos del mundo terrenal. Su esencia no tenía forma física, pero cada palabra suya era un mandato tallado en la estructura del universo.

—Un hijo nacido de la unión entre arcángel y mortal… —dijo la Primera Voz, resonando como el tañido de una campana en un abismo—. No hay precedente.

—Ni juicio. Ni destino escrito —agregó otra, la Segunda Voz, tan afilada como una hoja—. Este niño es un error o un milagro. Pero el equilibrio ha sido perturbado.

La Quinta Voz, más cálida, dudó.

—¿Y si no es una amenaza? ¿Y si es la respuesta?

Un murmullo recorrió el círculo eterno. Por primera vez en eones, la duda se había filtrado en el núcleo del orden celestial.

Fue entonces que Sariel apareció.

No convocado.

No invitado.

Pero presente, envuelto en una túnica de oscuridad contenida, su rostro ya marcado por la pérdida de su rango y el dolor de haber fallado en la primera gran caída. Sus alas, ahora grises, no eran símbolo de desgracia, sino de transición. Entre el juicio y la redención.

—He visto al niño —dijo con voz grave—. He sentido su vibración. Él no es como nosotros. Ni como ustedes. Él será más que un nuevo profeta. Será el fin del orden que ustedes representan.

—¿Vienes a proponer su destrucción? —preguntó la Cuarta Voz, un eco que helaba el alma.

—No —respondió Sariel, y sus ojos centellearon con una mezcla de temor y fe—. Vengo a proponer su protección.

El silencio fue absoluto.

—¿Protección? ¿Tú? ¿El arcángel que se rebeló? —la Séptima Voz, con un trueno de indignación.

—¿Quién mejor para comprender los peligros de los extremos? —replicó Sariel—. Este niño no debe ser juzgado por lo que representa. Debe ser guiado. Él no es la ruina… es el puente. Pero si lo enfrentamos como enemigos, se convertirá en lo que más temen: en un juicio encarnado.

Las palabras resonaron como martillazos en la conciencia del Cónclave.

Y mientras en los cielos se debatía el destino del hijo no nacido, en la Tierra, Azrael e Isabella preparaban su huida. El claro donde antes descansaban había sido sellado por energía celestial, invisible para los ojos humanos. Elías había conseguido una red de antiguos refugios, lugares protegidos por ángeles caídos que habían elegido la paz sobre el castigo.

Azrael envolvía con delicadeza el cuerpo de Isabella en una túnica de protección, tejida con su propia energía. Sus manos eran suaves, pero su mirada estaba endurecida.

—Ya saben que existes, hijo mío —susurró, acariciando el vientre de Isabella—. Y vendrán por ti. Algunos con odio… otros con temor… y unos pocos con esperanza.

Isabella lo observó, fuerte a pesar del cansancio.

—Entonces luchemos por esos pocos. Por los que aún creen.

Él la besó en la frente, sus alas extendiéndose como un escudo sagrado.

—Vendrán tiempos oscuros, Isabella. Pero tú eres la portadora de la nueva luz. Y yo… estaré contigo hasta el final.

Mientras tanto, en los cielos, la Primera Voz habló una última vez:

—Si el niño vive… el mundo cambiará. Si muere… el ciclo continúa.

Sariel bajó la cabeza.

—Entonces el ciclo debe romperse.

Y sin más, desapareció entre las nubes que empezaban a oscurecerse… no por tormenta, sino por presagio.




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