La madrugada llegó sin anunciarse, vestida de gris y silencio.
Isabella despertó sobresaltada, sintiendo una oleada cálida en su vientre. No era dolor, ni tampoco miedo. Era… presencia. Como si su hijo hubiese comenzado a percibir el mundo antes de nacer.
Azrael estaba despierto también, en pie frente a la ventana del refugio. Las sombras de los árboles temblaban bajo una brisa tenue. Su silueta era apenas visible, pero sus alas blancas resplandecían con un fulgor que no era de este mundo.
—¿Lo sentiste? —preguntó ella, sentándose lentamente en el lecho improvisado.
Él asintió sin voltear.
—Cada célula de mi cuerpo lo sintió.
Isabella se levantó y se acercó. Al tocarle la espalda, sintió un latido que no era solo el de su corazón, sino de algo más. Un eco en la eternidad.
—Está despertando —susurró Azrael—. Y el cielo entero lo sabe.
Ella apoyó su rostro contra su espalda desnuda, respirando la esencia que aún conservaba el aroma del paraíso. Ese hombre era su protector, su amor… pero también su tormenta.
—¿Tú crees que estará a salvo? —preguntó ella con voz baja, quebrada.
Azrael se giró, sus ojos resplandecían como brasas templadas por la ternura.
—No… pero sí creo que sobrevivirá. Porque es parte de ti. Y tú has soportado más de lo que los cielos pueden imaginar.
Ella sonrió apenas. Él tomó su rostro entre las manos y la besó. Esta vez sin prisa. Sin temor. Con la urgencia de quien sabe que el tiempo les será arrebatado.
Esa madrugada fue distinta.
Sus cuerpos se unieron de nuevo, no solo como amantes, sino como consagración de lo que estaban creando juntos: algo divino y humano a la vez. Isabella sintió cómo su piel se fundía con la de él, cómo cada caricia era una promesa silenciosa, y cada suspiro, un juramento de protección.
Azrael, entrelazado con ella, cerró los ojos y por primera vez se permitió olvidar la guerra. Por un instante eterno, solo fueron dos almas abrazadas en medio del caos, como un faro encendido en una noche sin nombre.
Después, en el silencio postrero, Azrael susurró al oído de Isabella:
—Los portales se están abriendo. Han comenzado a moverse.
—¿Quiénes?
—Los que no desean que nuestro hijo nazca.
Una ráfaga helada atravesó la cabaña, sin romper ventanas, sin abrir puertas.
Isabella se incorporó de golpe.
—¿Eso fue…?
—Una señal —afirmó él, ya de pie, con los ojos hacia el norte—. Vienen.
Del otro lado del bosque, Elías apareció con pasos urgentes.
—Los cielos ya no están en silencio —anunció—. El velo se ha rasgado. Las ciudades del norte han visto columnas de luz caer en medio de la noche. Y una palabra se ha repetido en lenguas olvidadas: Despertará.
Azrael asintió, su rostro endurecido.
—Entonces no hay más tiempo para esconderse. Debemos movernos. Hacia el santuario de los antiguos.
Isabella respiró profundo, su mano protegiendo el vientre.
—No vamos a huir, Azrael.
—No —dijo él, con una media sonrisa—. Vamos a resistir.
Y juntos, tomados de la mano, salieron de la cabaña hacia la penumbra del bosque, rumbo a un destino que ya no les pertenecía del todo, pero que les exigía cada latido.
Desde el cielo, las estrellas comenzaron a desaparecer una por una… como si el firmamento se preparara para presenciar el juicio de una nueva era.