El alba cubría el bosque con un velo dorado cuando Isabella despertó con un peso en su pecho. No era físico, sino una sensación profunda, como si el mundo entero contuviera la respiración. Azrael estaba de pie frente a la cabaña, con la mirada perdida en el horizonte, donde las montañas se alzaban como guardianas eternas.
—¿Lo sientes? —preguntó, sin girarse.
Isabella se acercó lentamente, envolviéndose en una manta. —Sí. Algo ha cambiado.
Azrael asintió con gravedad. —El Santuario… está despertando. Me ha llamado esta madrugada. Los Antiguos quieren vernos.
—¿Los Antiguos? —preguntó, con un nudo en la garganta.
—Seres anteriores a toda estructura celestial conocida. Guardianes de verdades que ni el Cónclave pudo borrar. Si hay respuestas sobre mi destino, o el del niño que llevas dentro… estarán allí.
Isabella lo miró, su mano descansando instintivamente sobre su vientre, donde una nueva vida palpitaba con fuerza. Aún no había pronunciado en voz alta su embarazo, pero Azrael ya lo sabía. Lo había sabido desde aquella noche en la que sus almas se entrelazaron por completo.
—¿Es peligroso? —susurró.
Azrael se volvió hacia ella, su mirada encendida. —Todo lo que vale la pena, lo es.
El viaje comenzó al amanecer del día siguiente. Dejaron atrás la cabaña, sabiendo que no volverían a verla igual. Se unieron a ellos Elías, cuya conexión con los planos le permitía leer fragmentos del camino, y Sophie, quien había insistido en acompañarlos. Aunque la tensión entre ella e Isabella era sutil, Azrael percibía los lazos invisibles que aún ligaban su pasado.
—No estamos solos —murmuró Elías, mientras cruzaban un valle cubierto de neblina. —Hay ojos que nos observan. Ángeles caídos… o peores.
Isabella apretó con más fuerza la mano de Azrael, quien avanzaba con las alas plegadas y los sentidos en alerta. La tierra misma parecía viva, susurrando en lenguas olvidadas.
A medida que se acercaban a las Montañas del Silencio, el clima se tornaba más violento. Tormentas repentinas, ráfagas heladas, y voces que surgían del viento, llamando a Azrael por su verdadero nombre, aquel que solo los Antiguos conocían.
Una noche, acampados cerca de un río de aguas negras, Isabella se despertó entre susurros. Caminó hacia Azrael, quien estaba de pie frente a una fogata apagada.
—¿Estás bien? —preguntó, envolviéndose en su capa.
Él la miró con intensidad, su rostro iluminado por el débil reflejo de las brasas. —Estoy… dividido. Parte de mí quiere protegerte, quedarme aquí, olvidar el resto del mundo. Pero otra parte… sabe que debemos llegar al Santuario. Que ese niño que llevas es más que un símbolo. Es el principio de algo que cambiará el equilibrio de todo.
Isabella apoyó su frente en el pecho de Azrael. —No estás solo. No lo estarás, nunca más.
Y allí, en medio del bosque frío, bajo un cielo estrellado y sin testigos, sus almas volvieron a encontrarse. No con urgencia ni con miedo, sino con la certeza de quienes se eligen en medio del caos. Fue un encuentro suave, lleno de ternura, en el que cada caricia era una promesa y cada suspiro una declaración de amor eterno. Como si el universo, por un momento, los dejara respirar en paz antes de la tormenta final.
Cuando el sol volvió a asomar, el Santuario ya se sentía cercano. La montaña frente a ellos comenzó a desprender una luz tenue, como si respondiera al latido de Azrael.
—Ha llegado la hora —dijo Sophie, con la voz temblorosa.
Azrael tomó la mano de Isabella y la miró con determinación.
—Al cruzar esa entrada… ya no habrá vuelta atrás.
—Entonces crucémosla juntos —respondió ella—. Hasta el final.
Y así, entre sombras antiguas y profecías olvidadas, cruzaron hacia lo desconocido. Donde los ecos del pasado aguardaban con las respuestas… y quizás, con la sentencia final.