El Santuario no era un lugar… era una presencia. Una conciencia dormida durante siglos que despertaba al paso de Azrael. Las montañas susurraban su nombre, y la tierra bajo sus pies parecía respirar.
Al atravesar el arco natural de piedra que marcaba la entrada, el grupo sintió una descarga de energía atravesar sus cuerpos. Un campo invisible los examinaba, separando el alma de la carne, indagando en sus intenciones más profundas.
—No miren atrás —advirtió Azrael—. Este lugar prueba el corazón.
El pasadizo los condujo a una cámara tallada en roca viva, con símbolos arcanos brillando en las paredes. En el centro, una plataforma de cristal flotaba suspendida en el vacío. Allí, se alzaban tres figuras: no eran ángeles, ni humanos… eran los Antiguos.
Sus formas eran difusas, como si la luz no pudiera decidir si revelarlas o ocultarlas. Sus voces hablaban sin palabras, resonando directamente en la mente.
—Has venido, Azrael. Portador del Juicio. Fragmento de lo que fue… y semilla de lo que será.
Azrael dio un paso adelante. —He venido por respuestas. Por verdad. Y por ella —dijo, mirando a Isabella—. Por lo que crece dentro de ella.
Los Antiguos giraron sus rostros vacíos hacia la humana. Una de las entidades extendió un brazo luminoso, y una imagen emergió entre ellos: un niño de ojos dorados, con alas blancas y negras extendidas. Su sola presencia hacía temblar los pilares del Santuario.
—Tu descendencia no es un error. Es la convergencia. Un ser que no pertenece ni al cielo ni a la tierra… y que por ello podrá rehacerlos a ambos.
Isabella apretó la mano de Azrael. —¿Pero qué significa eso?
—Significa —dijeron al unísono— que deberán elegir. O lo protegen… o lo temen.
Entonces, las visiones comenzaron.
Azrael cayó de rodillas, sus ojos ardiendo con imágenes del futuro: guerras entre ángeles, ciudades consumidas por el fuego, Sariel alzándose con un ejército de sombras… y al niño, su hijo, de pie en medio de la destrucción, gritando con desesperación mientras su poder desbordaba los cielos.
—¡No! —gritó Azrael, mientras las imágenes se disolvían.
—Aún no está escrito —susurraron los Antiguos—. Pero el equilibrio es frágil. Y tú eres su llave.
Sophie, que había permanecido en silencio, dio un paso al frente.
—¿Y yo? ¿Cuál es mi papel?
Uno de los Antiguos giró hacia ella. —Tú serás la sombra que elige si guiar o tentar. Solo tú decidirás qué lado de ti prevalece.
Elías miró a Azrael con preocupación. —Esto ya no es solo sobre salvar al mundo. Es sobre cambiarlo. O destruirlo.
Azrael se incorporó, las alas extendidas con firmeza. —Entonces, lucharemos por la redención. Por este mundo… por nuestro hijo.
Los Antiguos se retiraron lentamente, fundiéndose con el cristal. El Santuario se oscureció, y el suelo tembló.
—¿Qué está pasando? —gritó Isabella.
—Nos están expulsando —respondió Elías—. Ya nos han dicho todo lo que necesitábamos.
La luz los envolvió y, un instante después, el grupo apareció fuera de la montaña, jadeando.
Frente a ellos, el cielo ardía en tonos violáceos. El primer trueno retumbó en el horizonte.
—Sariel ha movido sus piezas —murmuró Azrael.
Isabella se llevó la mano al vientre, con el corazón en un puño.
—Entonces… la guerra ha comenzado.