El viento que azotaba las montañas parecía arrastrar consigo presagios oscuros. El grupo descendía en silencio desde el Santuario, sus corazones pesados por las revelaciones recibidas. Nadie hablaba, pero todos sabían que algo había cambiado.
Azrael caminaba al frente, su mirada fija en el horizonte, en dirección al pueblo donde todo había comenzado. Isabella le seguía de cerca, una mano siempre posada en su vientre, como si con ese gesto pudiera proteger el milagro que crecía dentro de ella. Elías y Sophie cerraban la marcha, intercambiando miradas cargadas de duda.
Fue Elías quien rompió el silencio.
—¿Y si no estamos listos? —preguntó, con voz baja—. Si ese niño… si lo que los Antiguos mostraron es verdad, ¿cómo lo detendremos si algo sale mal?
Azrael se detuvo, girando lentamente.
—No lo detendremos —respondió con firmeza—. Lo guiaremos. Porque la clave no está en su poder, sino en lo que le enseñemos antes de que lo tenga que usar.
Sophie asintió, aunque una sombra cruzó su mirada. Sus ojos se desviaron por un instante hacia Isabella, y luego hacia el cielo encapotado. Algo dentro de ella ardía con un fuego extraño… uno que había intentado ignorar durante días.
Al llegar al valle, el pueblo estaba en ruinas. Las casas derrumbadas, las calles vacías. El aire olía a ceniza. Una figura se acercó desde la neblina: el anciano Ezequiel.
—Han llegado tarde —dijo, con voz ronca—. Sariel pasó por aquí. No mató… aún. Solo dejó un mensaje.
Ezequiel alzó la manga, revelando un símbolo grabado con fuego en su piel: un círculo rodeado de plumas negras.
—¿Qué significa eso? —preguntó Isabella.
—Que el juicio ya comenzó —murmuró Azrael.
El grupo se reunió en la iglesia caída. Allí decidieron sus próximos pasos: evacuar a los pocos sobrevivientes, reforzar el perímetro, y prepararse para lo inevitable.
Pero esa noche, algo ocurrió.
Mientras todos dormían, una figura se deslizó entre las sombras. Caminó con sigilo hacia el altar destruido, y de su ropa extrajo un cristal oscuro, pulsante. Lo colocó sobre los restos del altar, murmurando palabras antiguas en una lengua olvidada.
Una grieta se abrió en la tierra, pequeña, apenas perceptible. Pero suficiente.
Al amanecer, Azrael despertó inquieto. Algo lo llamaba desde el subsuelo. Se dirigió solo hacia la iglesia, donde sintió la vibración oscura que emanaba del cristal. Apenas lo tocó, una visión lo cegó: Sophie, de pie frente a Sariel… entregándole información.
El grito de rabia que brotó de su garganta hizo temblar las paredes.
—¡No!
Cuando los demás corrieron hacia él, lo encontraron arrodillado, el cristal convertido en polvo.
—Nos han traicionado —dijo Azrael, sin aliento—. Alguien ha abierto una puerta que jamás debió tocarse.
Sophie se quedó en la entrada, inmóvil. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Elías la miró, confuso.
—¿Qué hiciste…?
Ella no respondió.
Azrael se incorporó lentamente.
—Ella no está completamente perdida. Aún hay esperanza. Pero ahora… Sariel sabe del niño.
Isabella retrocedió, con una mano sobre el corazón.
—Entonces… no hay tiempo.
Azrael la miró, con una mezcla de dolor y amor profundo.
—Ya no luchamos por la humanidad. Luchamos por nuestra familia.