El silencio que se extendió tras la revelación de Azrael fue más punzante que cualquier grito. Sophie, aún de pie junto a la entrada de la iglesia derruida, temblaba como una hoja al viento. El peso de todas las miradas se posó sobre ella, pero fue Isabella quien primero rompió el mutismo.
—Dime que no es cierto —dijo en voz baja, sin acusación, solo dolor.
Sophie bajó la mirada. Las lágrimas descendían por sus mejillas sin que hiciera el intento de detenerlas.
—No sabía lo que estaba haciendo —susurró—. Él me encontró en mis sueños, en mis recuerdos. Me prometió respuestas sobre mi origen, sobre… Azrael. Me mostró cosas que nadie más sabía. Y yo… cedí.
Elías dio un paso hacia ella, con el ceño fruncido.
—¿Cediste? ¿Qué entregaste?
Sophie apretó los puños.
—No toda la verdad. No les conté del niño. Pero sí… le hablé de las visiones, de las rutas, de los pocos que aún nos apoyaban.
Azrael permanecía quieto, como una estatua de mármol agrietado. Finalmente, habló, con voz profunda.
—Sariel es el maestro del engaño. Usó tu deseo de saber para abrir una grieta que ahora podría consumirlo todo. Pero no te condenaré, Sophie… aún no.
Elías lo miró con asombro.
—¿Aún no?
—No mientras exista una chispa de redención. El corazón humano, incluso el que está entre dos planos, tiene derecho a elegir hasta el último momento.
Sophie cayó de rodillas, sollozando.
—Dame la oportunidad de enmendarlo.
Pero el tiempo no les dio tregua.
Un rugido sordo sacudió el suelo. Afuera, las nubes se abrieron como cortadas por una cuchilla, y desde el cielo descendió una figura envuelta en fuego negro. No era Sariel, pero sí uno de sus heraldos: Thamiel, el ángel caído que antes había custodiado las puertas del juicio.
—¡Salgan, guardianes de la carne! —bramó su voz—. El castigo ha comenzado.
Azrael avanzó al frente, extendiendo sus alas. Isabella corrió detrás de él, sujetándolo del brazo.
—No lo enfrentes solo —dijo con firmeza—. No esta vez.
Azrael la miró, y en sus ojos ya no había la frialdad del ángel, sino el calor del hombre que amaba y temía perder.
—No estoy solo. Estoy contigo. Siempre.
El combate fue breve pero brutal. Las alas de Thamiel golpearon el aire con un poder demoledor, haciendo temblar los árboles cercanos. Pero Azrael, con cada movimiento, se volvía más humano… y más fuerte. No peleaba como antes, con frialdad celestial. Peleaba como un protector, como un padre, como un hombre que había encontrado algo por lo que vivir.
Al final, Thamiel cayó, derrotado pero no destruido. Se desvaneció en sombras, pero dejó su mensaje:
—El amanecer traerá la verdadera destrucción. Sariel viene con el primer sol. No para juzgar… sino para reclamar lo que cree suyo.
La noche volvió a caer con un peso casi tangible. Isabella se recostó en el pecho de Azrael, sintiendo los latidos de su corazón celestial y terrenal a la vez.
—¿Qué haremos cuando llegue? —preguntó en un susurro.
—Lo que hacen los padres —respondió él, cerrando los ojos—. Defender a su hijo. Y proteger el mundo que él heredará.
Desde la cima de una colina lejana, Sariel observaba. Sus ojos brillaban con un fulgor siniestro. Y a su lado, una figura encapuchada con una sonrisa torcida observaba… una mujer con alas grises.
Sophie no era la única que había sido tentada.